Publiqué esta nota hace dos semanas en el portal www.prensadefrente.org. No los menciono, pero los Montoneros silvestres están presentes en el espíritu del escrito. El trabajo, la multiplicidad de iniciativas en las que me involucré en los últimos meses me dificultaron seguir con las entregas semanales del folletín. ¡Espero poder continuar! Nos vemos en breve. Saludos...
Kamchatka, o la memoria como resistencia
En el juego Táctica y Estrategia de Guerra (más conocido por su sigla: TEG), Kamchatka es un pequeño país, ubicado al norte de Asia. País imaginario, parece ser, como una de esas ciudades narradas por ítalo Calvino en su novela Las Ciudades invisibles. Pero no… si uno realiza el ya clásico movimiento de navegar por la web, y se mete, por ejemplo, en la enciclopedia libre de internet Wikipedia, se encuentra con la siguiente definición de Kamchatka: “Península volcánica de 1.250 km de longitud situada en Siberia, al este de Rusia y que se interna en el océano Pacífico”. Por supuesto, ningún dato geográfico nos interesa aquí. Kamchatka, para todos los que hemos jugado al TEG, es ese pequeño pero estratégico país, que nos permite, si nos hacemos fuertes allí, conquistar el continente, estar cerca de Europa y fundamentalmente, tener un paso hacia América del Norte.
Para muchos otros, también, Kamchatka es el título de un libro: la novela de Marcelo Figueras, editada por Alfaguara en 2003. Pero fundamentalmente, para casi todos, Kamchatka es el nombre de la película argentino-española dirigida por Marcelo Piñeyro, estrenada en los cines argentinos en octubre de 2002. Situada en 1976, el drama está centrado en los días en que una pareja (Ricardo Darín, “papá”, un abogado que defiende presos políticos y “mamá”, Cecilia Roth, física de profesión), huyen de los Grupos de Tareas que los persiguen, y se refugian en una quinta alejada de la ciudad, junto a Lucas (un compañero de militancia interpretado por Tomás Fonzi) y sus hijos: El enano (Milton de la Canal) y Harry (Matías del Pozo), el hijo mayor de 10 años, a través de quien se cuenta la historia.
Recordé Kamchatka hace muy poco –unas semanas nomás– cuando vi que Ricardo Piglia, Gonzalo Aguilar y Lita Stantic, presentaban en el MALBA un proyecto que se llama La dictadura en el cine, que consta de la elaboración de un catálogo sobre las 444 películas que hacen referencia al terrorismo de Estado en la Argentina. El catálogo está ordenado con un triple criterio (alfabética y cronológicamente, y también por temas), y puede consultarse en el sitio http://www.memoriaabierta.org.ar/ladictaduraenelcine. Conformada por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), la Fundación Memoria Histórica y Social Argentina, Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora y el Servicio Paz y Justicia (Serpaj), Memoria Abierta ya lleva más de una década trabajando en la preservación, recuperación y catalogación de materiales documentales sobre derechos humanos, con el fin de abrirlos a la consulta pública.
Kamchatka –que por supuesto, se encuentra entre esos 44 films– fue elegida en su momento representante argentina a la preselección con vistas al Oscar 2003, como mejor película extranjera. Cuando se estrenó, director y guionista realizaron algunas declaraciones ante la prensa, donde aclaraban que este no era tanto un film sobre la dictadura, sino más bien que el período funcionaba como marco para hablar de temas que continuaban operando en el escenario posdictatorial. “Lo que sí charlamos mucho con Marcelo –dice Figueras– antes de arrancar con Kamchatka, y que es algo que a los dos nos vuelve locos, es que cada vez que alguien dice que va a hacer algo sobre la dictadura –una película, una obra de teatro, una novela– empiezan las voces ‘Ah, de nuevo, seguimos con la dictadura’. Son voces interesadas que realmente me asquean”.
Debate, este, que cada tanto vuelve a reactualizarse. Sin ir más lejos, nuevamente volvió a estar presente en el último año, luego de que algunas figuras del mundo televisivo se refirieran frívolamente al respecto.
Otra película (posterior), cuya trama se construye de un modo similar, recuerdo ahora, es la brasileña El año que mis padres se fueron de vacaciones, guionada por Claudio Galperín y Cao Hamburguer, y dirigida por este último. Estrenado en 2006, el film está ambientado en el Brasil de los 70, es decir, bajo la dictadura militar del general Emilio Garrastazu Medici. Mauro –el protagonista– es un niño a quien sus padres militantes dejan bajo el cuidado de su abuelo, quien muere en el mismo momento en que el niño llega. Toda la historia se construye a partir de esas ausencias, de las ansias por las espera del momento del reencuentro, por las apariciones –de vecinos de su abuelo, de nuevos amigos– y, por sobre todo, de las desapariciones de mujeres y hombres que, como sus propios padres, son perseguidos y arrancados de su cotidianeidad por las fuerzas de la represión.
Pero Kamchatka, estoy convencido, tiene un plus. Algo que hace que muchos no nos olvidemos tan fácilmente de algunas escenas y diálogos. Seguramente sea por su nombre, o por sus resonancias con el juego de mesa o sus vínculos con la política, siempre ligada a categorías de análisis que provienen de las teorías de la guerra, no sé. En mi caso, la escena final ha permanecido en mi cabeza durante años. El padre le dice al hijo más grande: “Te quiero mucho y nunca te olvides” (no sabemos, en ese momento, que es lo que le susurra al oído). Y al instante, con la caja de TEG en sus manos, vemos a Harry correr hacia el Citroen amarillo, donde su madre y su hermanito lo esperan para dirigirse hacia la casa de sus abuelos. Y es allí, mientras vemos al auto irse por un camino rodeado de una inmensa nada, donde escuchamos la voz en off del niño decir: “La última que lo vi mi papá me habló de Kamchatka. Y esa vez entendí. Y cada vez que jugué papá estaba conmigo. Y cuando el partido vino malo me quedé con él y sobreviví. Porque Kamchatka es el lugar donde resistir”.
Lejos, muy lejos de esas posiciones que tienden a colocar a la memoria en un lugar de sentido común (así sea de lo políticamente correcto), obviando que también las buenas intenciones pueden conducir al conformismo o la fetichización de elementos cuestionadores del orden social, nuestra búsqueda tiene más bien que ver con la posibilidad de encontrar en nuestro presente las huellas de las experiencias pretéritas que pugnaron por una transformación del mundo. Tender un puente con aquellas generaciones, entablando un pacto secreto y silenciosos que nos permita continuar en la búsqueda de los cuerpos nunca encontrados, del juzgamiento de los responsables de la política desaparecedora, es hoy una tarea imprescindible. Jorge Julio López –testigo clave en los juicios contra los represores desaparecido hace ya seis años– es un estandarte no sólo de la lucha actual por la justicia, sino también un claro ejemplo de que las huellas del pasado que se activan en el presente no tienen que ver sólo con la subjetividad, con una memoria que se reactualiza en cada pelea de los de abajo, sino que además es insistencia del ayer en las respuestas ante esas luchas, aunque sean ejercidas por sectores que ya no tienen el mismo poder.
Tal vez por esto es que Kamchatka, su nombre, no es olvidado tan fácilmente. Porque
Kamchatka es un símbolo que condensa una diversidad de pensamientos y prácticas actuales, es ese lugar desde el cual continuar la resistencia contra los poderes que obstaculizan los cambios.