martes, 12 de marzo de 2013

La clandestinidad es la imposibilidad de meter un amigo a casa


El 24 de marzo de 1976, luego de enterarse por el diario del Golpe de Estado, Gonzalo Chaves sintió un alivio. Si bien para mucha gente el inicio de la dictadura implicaba el inicio de una nueva etapa en sus vidas, para él y muchos de sus compañeros, los cambios no parecían ser demasiados. No, al menos, durante los primeros meses. 


Es que Gonzalo estaba clandestino desde hacía largo tiempo, aún antes de que la propia organización pasara, formalmente y de conjunto, a la clandestinidad. Fue en agosto de 1974, luego de que la triple A asesinara a su padre y a su hermano. Eso sucedió el 7 de agosto. Dos o tres días después, una patota irrumpió en su casa. Pero hacía dos meses que él no vivía más allí, así que no lo encontraron. En ese momento deambuló un tiempo por su La Plata natal, hasta que sintió que se había transformado como en una especie de muerto en vida. Iba por la calle y la gente me tocaba. Era un gesto de cariño, no una cosa jodida. Pero yo no pude aguantar eso. Y me fui.
A Quilmes se fue a vivir Gonzalo. Y entonces asumió su puesto de lucha como responsable sindical de la Columna Sur, además de  miembro de la Conducción Nacional de la JTP. No podía trabajar, por el nivel de exposición en el que se encontraba, y además las tareas en las que estaba involucrado eran demasiadas, y demasiado importantes para la organización. Así que vivía como un cuadro rentado, es decir, la organización le otorgaba mensualmente un salario que equivalía al de un oficial metalúrgico con diez años de antigüedad. Era parte de la estrategia de Montoneros, la de intentar transformar esa fuerza generacional centrada en sectores medios y sus vínculos con las barriadas populares a través de la JP, en una fuerza de clase, vía la JTP. Si bien al principio primó una idea alternativista, comenta Chaves –por ejemplo, en el acto de fundación en la Federación de Box, los compañeros cantaban “JTP, la nueva CGT”– luego avanzaron en los debates, en las discusiones, y lograron contar con militantes dispuestos a ir a elecciones en los gremios, y disputar las comisiones directivas y los cuerpos de delegados.
En ese momento, cuando se produce el golpe, estábamos preparándonos para la paritaria. Luego del Rodrigazo, las Coordinadoras habían quedado con una organización y una polenta muy grande. En Sur la Mesa de la Coordinadora de Gremios en Lucha era muy fuerte. Teníamos trabajo en las principales empresas de la zona: Ducilo, Alpargatas, Rigoló, La Bernalesa, Cattorini, cuenta Chavez,  y explica que en el movimiento obrero hay lugares emblemáticos, en los que hay que tratar de estar –remarca– sí o sí. La decisión de una fábrica importante parte aguas, ejerce un liderazgo. Por la importancia de la industria, el lugar que ocupa, su historia…
Así que en eso andaba cuando se inició el Proceso de Reorganización Nacional. Llevaba ya más de un año viviendo en Quilmes, y militando en la clandestinidad. Había visto como las bandas paramilitares asesinaban a parte de su familia, como les tiroteaban los locales y les secuestraban compañeros, que después aparecían maniatados y con un tiro en la nuca. Había visto caer de sus puestos a los gobernadores amigos de la Tendencia: Ricardo Obregón Cano en Córdoba, Oscar Bidegain en Buenos Aires, Alberto Martínez Baca en Mendoza, Miguel Ragone en Salta, Jorge Cepernic en Santa Cruz.
Paradójicamente –comenta Chaves– los días y semanas posteriores al golpe hubo paros, continuó la lucha sindical. Y la libraban los gremios que estaban mejor pagos. Entonces conversaron que, ante la dictadura, tenían que reconocer a los dirigentes sindicales que habían estado hasta el momento previo al golpe. A esos que acusaban de ser burócratas sindicales. Para adentro es un problema de los trabajadores, pero no podíamos permitirnos otorgarle a la dictadura que sea quien determine quién era representativo y quién no.
La situación era compleja, y contradictoria. Habíamos largado el Partido Auténtico, y también atacado el Regimiento de Formosa. Había un doble camino que implicaba, a la vez, avanzar sobre los espacios de legalidad y prepararse para el golpe.
Con el inicio de la dictadura el espacio de legalidad política queda definitivamente clausurado. Así que todas las fuerzas se vuelcan a la construcción del Ejército Montonero. Pero Chavez, un cuadro obrero experimentado, continúa en el “frente sindical”. Entre julio y septiembre de 1976 participa de todo el proceso de organización de la CGT-R.
Era clandestina la estructura, pero peleábamos por recuperar la legalidad sindical. Trabajábamos con el criterio de la “clandestinidad abierta”, es decir, estar clandestino pero vivir como todo el mundo. Tener un trabajo, llevar a los chicos a la escuela, relacionarte con los vecinos. Todo eso te da un sentido de la realidad. Escuchas muchas voces. Si no estás metido en el aparato, todo es un microclima. De todos modos la clandestinidad es muy dura. Es la imposibilidad de meter a un amigo a tu casa. Necesitas mucha disciplina para ser clandestino, remarca Chavez, quien recuerda que entonces sacaban a las calles un boletín, muy sencillo, en el cual se proponían un objetico básico: difundir las luchas que había, que el trabajador pudiera acceder a la información de los conflictos que había, ordenada, sistematizada, toda junta. Porque en general, la información estaba, pero salía una noticias en un diario, y otra en otro. Una un día y otra otro día. Y el trabajador, a lo sumo, leí un solo diario, y no todos los días. Entonces, capaz que había varios conflictos en una misma semana, pero la sensación era que había sólo alguno que otro.
El recorrido de la represión había ido desde Norte hacia el centro del país. Así que para ese momento –mediados de 1976– la Columna Córdoba estaba con serios problemas, sobre todo en el trabajo gremial. Entonces la CN envía a Chaves para hacerse cargo de la Secretaría Política, de la cual dependía el Frente Sindical. Tenían trabajo en los gremios del Estado, en metalúrgicos, en bancarios y en automotriz, basicamente. Caían 30 compañeros por día y no encontrábamos la forma de pararlo. Nadie quería dar la cara. Entonces largamos una estrategia que consistía en convocar a los compañeros en cada sección. Pegábamos en los baños unos carteles que decían que al otro día, a tal hora, se reunirían por breves minutos en tal sección. Y así iban rotando por los distintos lugares dentro de una misma empresa. Y si bien Chavez permanecía por fuera de los establecimientos laborales, era un poco la cabeza de todo ese proceso de reorganización, que buscaba poner en pie nuevamente al movimiento obrero, ya no para que sea columna vertebral de un movimiento liderado por una persona, como había sido durante 30 años con el peronismo, sino que ahora buscaban que el proletariado urbano fuera cabeza y corazón de un movimiento conducido por un cuerpo colegiado: el Partido Montonero.
En eso andaba Chavez, cuando se avecinaba el primer aniversario de la dictadura.


viernes, 22 de febrero de 2013

María: todo lo sólido se desvanece en el aire


Durante la primera quincena de enero de 1977 María y Lucho se fueron a Mar del Plata. Fueron las últimas vacaciones que pasaron juntos. En medio del terror que imponía la dictadura, ambos se dieron tregua para disfrutar unos días del sol, de la playa, de la distención y del cariño sobre el que toda pareja, militante o no, edifica su historia de amor.


Como casi todo en esos meses, en esas semanas, toda tranquilidad se desvanecía rápidamente en el aire. A los tres días de haber regresado de sus vacaciones el 19 de enero de 1977 María y Lucho se enteran que Mario había caído en la puerta de una clínica de Lanús. Evidentemente, la cita que iba a cubrir con alguien del sector de Sanidad de la Zona Norte estaba cantada.
Para cuando Mario se da cuenta de que hay ciertos movimientos raros en la cuadra, ya es tarde. Por eso al ver que no tiene escapatoria se toma la pastilla de cianuro y se tira debajo de un auto. Los militares, ya alertados del procedimiento, se abalanzan sobre él, lo sacan y lo meten inmediatamente adentro de la clínica, para hacerle un lavaje de estómago, intentando en vano mantenerlo con vida.
Su muerte fue un duro golpe para María y para Lucho, porque además de compañero Mario era un vecino y un amigo.
Mario Aníbal Bardi se había criado en Temperley, en una casa ubicada en las cercanías de la estación del ferrocarril. Si bien de derecha, la vocación de debate político de su padre lo fue familiarizando desde temprana edad en las discusiones en torno al posible destino del país. Al igual que su padre, también, Mario siguió los caminos de la medicina, aunque no los de la odontología. Antes de su incorporación a Montoneros, había tenido un paso por la Acción Católica. Un paso breve, ya que la Juventud Peronista ejerció sobre él una atracción que le resultó irresistible.
Ni bien se enteraron de la caída de Mario todos decidieron mudarse: Teresa, Lucho, María y sus dos hijos. Al final no pasó nada, nadie nos vino a buscar, comenta María más de tres décadas de ocurridos los hechos. Pero por precaución no quisieron regresar a sus antiguos domicilios. Así que allí comenzó, para ellos, un largo peregrinar. Empezaron a yirar de un lado para el otro. Unos días en la casa de unos compañeros en Adrogué, una semana en una obra en construcción, hasta que –provisoriamente– consiguieron que un señor les alquilara en Solano una casa por 15 días, al menos para guardar sus cosas. Una casa que estaba destruida, recuerda María. Fue entonces cuando Lucho comenzó a moverse por la zona. Hasta que de tanto ir y venir, preguntando por aquí y por allá, consiguió que un viejo –que tenía un kiosco sobre la calle Pasco– le vendiera un terrenito, muy barato –porque no tenía papeles ni nada–. Allí, en tan sólo una semana, Lucho armó la base para poner una casilla.
Así fue como justo una semana antes del primer aniversario del golpe, el 17 de marzo de 1977, Lucho partió en un camión, en dirección al terreno donde había conseguido que le vendieran esa casilla usada. A María le encantaba ver a Lucho moverse así, de acá para allá, resolviendo siempre todo problema que se les presentara. Pero también le daba miedo, ya que era un tipo muy conocido. Había sido el responsable de la JP en toda la Zona Sur y dirigente del Partido Peronista Auténtico (PPA) de Quilmes. Su cara, en primera plana, había salido fotografiada alguna vez en la revista El descamisado. Había hablado en actos locales en más de una oportunidad. Infinidad de reuniones habían contado con su presencia.
Por eso ni bien la “patota” que recorría la zona aquel día lo vio, lo reconoció. Según pudo saberse luego, las cosas sucedieron más o menos así:
El conductor pega una frenada en medio de la avenida Pasco. Cuatro tipos se bajan para reducirlo, pero no pueden. Así, pelado como estaba, sin armas, Lucho pelea como un toro salvaje: a las patas limpias, y a las piñas nomás… y logra zafar. Empieza a correr, pero enseguida siente las balas de ametralladora atravesándole la espalda.
Desde hacía 4 años que estaba junto a María. Se habían conocido en un acto en el Luna Park, en 1973. Desde entonces unieron sus vidas con fervorosa pasión. “¡Vivan los Montoneros, carajo!”, fueron las últimas palabras que Lucho pronunció. Aunque en ese momento ni María, ni Teresa, ni ninguno de sus compañeros pudieran escucharlas, él las gritó igual. Fue su forma de enfrentar a esos verdugos que ni siquiera pudieron matarlo mirándolo a los ojos.
Ricardo Miguel Ángel Morello, Lucho, había dado sus primeros pasos en la militancia junto a los cristianos enrolados en la Teología de la Liberación. Luego, y antes de incorporarse a Montoneros, tuvo un breve paso por las Fuerzas Armadas Peronistas. Cuando lo mataron y desaparecieron, por la forma de vestirse, en parte, y por la música que escuchaba –como tantos durante esos años– parecía un tipo más grande de lo que en realidad era. Un hombre totalmente adulto, recuerda María. Pero tenía apenas 33 años. No usaba vaqueros sino pantalón de vestir, y era un gran admirador de Carlos de la Púa.
(Recién en 1991 sus restos fueron hallados como NN en un cementerio de Lomas de Zamora e identificados por el Equipo de Antropología Forense. Así que casi una década y media tuvo que esperar María para saber dónde estaban los restos de su compañero, y poder exhumarlos y sepultarlos. Siempre que vuelvo a pasar por el lugar donde lo secuestraron no puedo evitar que me sigua produciendo dolor. No sé si hice el duelo, no sé qué es hacer el duelo. Porque hay cosas que no se cierran nunca).