martes, 28 de junio de 2011

Vigesimoprimera entrega: Pocho (III)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


II- 77: Peronismo Montonero
  
Vigesimoprimera entrega: Pocho (III)

Doy vuelta el cassette y leo: 12/09/05. Me quedo pensando en si tiene sentido volver a escuchar aquellas palabras que, de todos modos, estoy leyendo en la pantalla de la computadora. Casi a l instante me digo que sí, que el tono de las voces me permite situarme más en la lejana tarde en que realicé la entrevista y que los modos de hablar, muchas veces, son indicios de sentimientos que difícilmente pueden ser captados en una simple y rápida  lectura de un desgrabado.
En este tramo de la entrevista en el que me detengo, Pocho se acuerda de algunos de los casos trágicos de aquellos días. Por supuesto, puede decirse que todos los casos fueron trágicos por aquellos días, pero me refiero a esos episodios particularmente trágicos. No de aquellos que murieron en alguna acción realizada por la organización, como ese pibe jovencito, un miliciano de Solano que se manda un moco, le saca un fierro a un policía y pierde, o ese otro caso de unos tres o cuatro compañeros que fueron de la Sur I a la Sur II para robarse unos cheques y que al salir de un banco en Quilmes los sorprende la policía y pierden. No, Pocho se refiere a esos otros casos, particularmente trágicos –decía– en que las compañeras y compañeros caían delatados por sus compañeros-parejas, es decir, por quienes no sólo compartían una cotidianeidad en la lucha y la organización del día a día, sino también otro tipo de afectos, de compromisos, de amores. Se acuerda de El Tano, un compañero que a mediados de 1977 (si mal no recuerdo –aclara– porque en estos casos es casi imposible acordarse con precisión), perdió delatado por su compañera, en Ezpeleta. Noto que perdió se transforma en una palabra clave de su relato. No dice “murió”, “lo matoron”, “fue asesinado”. Ni siquiera, como otros entrevistados, dice “cayó”, sino –simplemente– perdió. Eso sí, como casi todos los entrevistados, él tampoco aclara los términos que usa. Por las lecturas, por las películas, por los relatos que a través de los años fui escuchando, me fui familiarizando con los términos, pero a veces me pregunto si no habrá que hacer un esfuerzo (narrativo) por intentar aclarar algunas terminologías de la época, totalmente ajenas a quienes nacimos por aquellos años, o en muchos casos, varios años después de los acontecimientos referidos en este Folletín digital. En fin, estábamos en que Pocho recuerda cuando El Tano pierde. Y también, cuando sucede lo de La Mendocina.
Estas son de las historias que hablan de la ideología pero desde otro lugar, dice categóricamente Pocho. Y comenta que La Mendocina, que era la compañera de Palito (uno de los responsables de los pelotones del Ejército Montonero en la zona), era políticamente muy nuevita. El tema es que no me acuerdo como, la cana lo va a buscar a Palito a una pensión en la que vivían juntos en Quilmes, y la compañera lo canta, les dice que sí, que estaba. Palito, que va para el lugar, antes de llegar se da cuenta que están los milicos y se raja. Entonces Palito va y lo cuenta, lo informa con El Tata. Fue una reunión hermosísima, de lo que era la conducción de la zona y evaluamos. Por supuesto que la compañera logra zafar de la cana, los canas se van y ella después viene y lo cuenta. Se encuentra con Palito y ella le cuenta lo que había pasado, que la habían torturado.
Entonces se hace la reunión, en el barrio La Iapi, en la casa de unos paraguayos, que era el lugar donde funcionábamos y con El Tata se discute qué hacer con la compañera, ya que había colaborado, había entregado a un compañero... y te decía que fue una reunión muy linda por lo que se terminó planteando. Porque lo que correspondería hacer, según manual, es fusilar a la compañera, y sin embrago todos fuimos diciendo, de a poquito, que no estábamos de acuerdo con esto, no solamente porque no nos bancábamos ajusticiar, fusilar a una compañera, sino porque creíamos que la compañera después había tenido una actitud coherente en el sentido de ponerse a disposición. El Tata dijo: “yo pienso lo mismo”, y lo que se decide hacer es que la compañera se vaya para Mendoza, se le paga el pasaje, para que deje de ser un problema de seguridad para los que estábamos en territorio. Por supuesto, nunca más supe nada de ella, de su vida. Y esto hablaba de El Tata, de como alguien de una dureza ideológica, un compromiso y una entrega muy grande, tenían esas actitudes.
Luego de un prolongado silencio, Pocho –con su camisa empapada de sudor– dice: Me pone mal, me pone nervioso hablar de todo eso.  
Cuando habla de El Tata, sin embrago, a Pocho se le enciende la mirada. Se toca suavemente su bigote mostacho y continúa:
Ese era El Tata. El mismo que una vez caída toda la estructura política se decidió a reagrupar todo detrás de la estructura militar, donde además de la estructura propiamente militar, operativa, funcionaba además una estructura de Logística y otra de Prensa, también absorbida por la estructura militar. Lo que había de fuerza, lo que quedaba, eran dos o tres oficiales, un grupo de suboficiales y algunos milicianos. Con eso El Tata logra relanzar la resistencia.


domingo, 12 de junio de 2011

Vigésima entrega: Modelo para armar

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

    II- 77: Peronismo Montonero


Vigésima entrega: Modelo para armar
 
Comparo un testimonio con otro y varias cosas no coinciden. Comparo dos testimonios con noticias aparecidas en diarios de la época y salen tres versiones diferentes. Como en Rashomon, el cuento de Ryunosuke Akutagawa, llevado al cine en 1950 por Akira Kurosawa, las diferentes versiones sobre un mismo hecho parecen abrir diversas conjeturas. Modelo para armar, diría Julio Cortázar. En fin, cuando se trabaja con la memoria de los protagonistas o textos de la prensa (que a veces mentían, otras decían la verdad a medias y otras tantas publicaban las cosas como fueron pero días después) y otras fuentes por el estilo –supongo– se torna frecuente que pasen estas cosas. Otras veces, por el contrario, un recorte de diario alumbra un extracto de testimonio, que a su vez se acopla a un dato suelto de otro testimonio y así el rompecabezas comienza a tomar forma. Algo de todo esto se viene produciendo en esta historia (o estas historias), de los montoneros silvestres que resistieron a la dictadura en el conurbano.
Los cordobeses Pepe y Lili, por ejemplo, se acuerdan de algunos de sus compañeros de militancia cuando estuvieron en la zona sur del Gran Buenos Aires, casi treinta años antes. Mencionan a Manolo, desaparecido en San Pedro una vez que ya se había retirado de la Orga, como se ha contado en una entrega anterior. Agregan, sí, que era de Córdoba. Y relatan sus experiencias durante 1977.
Con la caída de Silver  –cuenta Lili– se desestructuran las dos estructuras. Yo al irme a vivir con él paso a Ejército, me separo del Beto, y de toda una estructura que ya venía cayendo. El Beto te lo debe haber explicado: funcionábamos en unidades células que vivíamos en la misma casa, eso evitaba las caídas, porque si alguien faltaba a la casa, ahí mismo se la levantaba y se buscaba otra. Al irme a vivir con él, eso hace que Mary y Ricardo se tengan que mudar y caigan en el operativo del 17 de octubre.
La verdad es que Beto no me ha contado nada de eso, pero sí de la muerte de Silver: el 6 de  septiembre del 77 caen Silver (Alejandrino Jaime, estudiante de la JUP de Córdoba), y Mari, una cumpa de Dock Sud (Avellaneda) que tenía 3 chicos de una pareja anterior. Era una compa más grande, de unos 30 y pico. Caen combatiendo, en un combate impresionante que después comentó todo el barrio.
El hecho queda registrado en la prensa. El jueves 8 de septiembre de 1977 sale en la tapa del diario El Sol, de Quilmes. “Villa España. Enfrentamiento: murieron 2 extremistas y 1 soldado”. La noticia cuenta que, según el comunicado oficial del Comando Zonal I del Ejército, el día 6 (alrededor de las 7.30 horas) en el barrio Unión Villa España del distrito de Berazategui, el soldado Luis Alberto Barbazano –del Batallón de Comunicaciones del Comando 601– murió en el enfrentamiento, junto con dos “delincuentes subversivos” que “intentaron fugar por los fondos de la vivienda”. Al entrar a la casa –ubicada en la calle 531, o Andalucía, entre Belgrano y San Martín– los militares se encontraron con documentación, armamento… y tres menores, hijos de los militantes. Según tengo entendido, los chicos no fueron apropiados.
Por esos días, también en el diario El sol, sale publicada una noticia que afirma que Montoneros está reducido en un 75 % (15/09/1977), y otra en la que Massera afirma que “en Argentina no hay guerrilla, hay grupos dedicados al terrorismo indiscriminado”. En una tercera, Jorge Rafael Videla dice no aceptar cifras de desaparecidos, pero reconoce que “en la Argentina hay personas desaparecidas”. Grabado por un canal de televisión de Nueva York, entrevistado por el ex alcalde Jack Lindsay, el presidente de facto da sus razones de por qué sostiene que, producto de la guerra que libran las fuerzas armadas en el territorio nacional, hay personas desaparecidas: “han desaparecido porque han pasado a la clandestinidad y sumarse a la subversión –han desaparecido porque la subversión las eliminó por considerarlas traidores a su causa– han desaparecido porque en un enfrentamiento, donde ha habido incendios y explosiones, el cadáver fue mutilado hasta resultar irreconocible y acepto que puede haber desaparecidos por excesos cometidos en la represión” (16/09/1977).
Días más tarde, el mismo diario publica que en la madrugada del 22 de septiembre se sostuvo un tiroteo por más de una hora, producto del cual fuerzas de seguridad “habrían abatido a varios extremistas” en un barrio ubicado entre Villa España y Ránelagh. Tres días antes –siempre según el diario mencionado– se habría producido otro enfrentamiento, del cual no se habrían registrado bajas, ni se ha registrado información oficialmente. Ninguno de los entrevistados recuerda puntualmente nada sobre esa madrugada. No es de extrañar, ya que han pasado tres décadas, pero además, no es de extrañar porque informaciones de ese tipo aparecían semana tras semana.
No en septiembre, pero sí un mes antes, en agosto del 77 –según recuerda Beto– tres milicianos caen en el barrio La Cañada, en el distrito de Quilmes. De uno de ellos se acuerda el nombre completo: Miguel Ángel Cordero. De los otros no, sólo sabe que a él le decían El Mono, y a ella, Roxana. Estaban en una casa muy quemada. A Miguel lo ven en la parada del colectivo y a los chicos los van a buscar y se resisten. Se tirotean hasta las 11 de la mañana. Un combate larguísimo, concluye Beto, que por un instante parece congelar su mirada en la nada, como si ya no estuviera allí conmigo, en ese bar de la ciudad de La Plata, sino en la zona sur, conversando quien sabe con quien.

lunes, 6 de junio de 2011

Decimonovena entrega: El Pingüino y la inteligencia Montonera

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimonovena entrega: El Pingüino y la inteligencia Montonera

 Hasta diciembre de 1977 El Pingüino se mantuvo en zona sur realizando tareas de inteligencia para la estructura militar de Montoneros. Según me cuenta, su último responsable directo fue un compañero al que le decían Debe y de quien –como era costumbre en la época– nunca supo cómo se llamaba. Hasta que se va a Mendoza, con un contacto de la Orga. Recuerda que El Debe era el único del grupo que había leído  La orquesta Roja, el libro de Gilles Perrault, en donde se cuenta la increíble historia de la red de espionaje soviética que logró insertarse en el corazón mismo de la Alemania nazi, para extenderse luego por toda Europa.
Recuerdo, mientras escribo estas líneas, que leí La orquesta roja hace una década. No tengo presente ahora prácticamente nada de aquellas páginas, pero sí un pasaje en el cual el autor cuenta que con toda la muchachada de Hitler tras de sí, Léopold Trepper –el militante bolchevique que coordinaba a los “músicos” que “tocaban el piano” poniendo en jaque al Tercer Reich, un judío Polaco a quien apodaban “El Gran Jefe”– logró evadirse del jefe de la Gestapo, que vivía al lado de su casa, gracias a su aspecto de empresario, los amigos de los que había logrado rodearse y toda la máscara construida a partir de la cual nadie, absolutamente nadie, sospechó sobre sus tareas de inteligencia para la URSS.
Aquella tarde de diciembre, entre vasos de vino, tiras de asado y chinchulines, los comensales conversan entre sí, incluyéndome en la charla cada tanto, sólo cada tanto. Es que soy el único en la mesa que nació varios años después de los acontecimientos que están apareciendo y si bien ninguno ha planteado reparos en que yo esté allí, tampoco se ha dado –ni siquiera se me ha ocurrido que así sea– la típica situación de entrevista. Es decir, no hay preguntas y respuestas sino un fluir de palabras que son capturadas por el grabador, que luego de un rato puse sobre la mesa, previa consulta con los asistentes. De este modo, los recuerdos van apareciendo, las anécdotas se van multiplicando y las cronologías alternando al compás de una caótica superposición de voces.
Leíamos mucho sobre el tema. De los yanquis, de los judíos, dice El Pingüino. Por un momento, camino a su casa, me había preguntado varias veces a mí mismo si El Pingüino sería un apodo que tuviera que ver con su lugar de origen (¿sería del sur del país?) o con algo por el estilo. Ni bien abrió la puerta y se dirigió hacia el auto en el que llegamos, me di cuenta de que no, de que el sobrenombre se debía a su contextura física y a su modo de caminar. Petiso, robusto, con los pies hacia afuera, El Pingüino parecía realmente un pingüino.
Ahora releo la transcripción de la cinta a la vez que la escucho por el grabador. Me doy cuenta de que han pasado tan sólo seis años, pero que ese aparato se parece ya a una reliquia arqueológica. Por unos minutos miro la pantalla de la computadora y tengo la sensación de entrar en un túnel del tiempo. Recuerdo aquél soleado día de 2005, el momento en que me encontré con Adriana Robles en esa esquina del microcentro porteño para subirme a su auto y pasar a buscar al resto de los integrantes de la delegación de ex Montoneros que se juntarían después de tantos años a comer un asado y recordar viejos tiempos. Enciendo el grabador nuevamente, ahora en la parte en la que El Pingüino habla sobre sus tareas de inteligencia en la zona sur.
Cuenta que había, a fines del 76, principios del 77, tres Pelotones de Combate que coordinaba La Petisa Lucía, que era la responsable militar y a quien ellos le pasaban la información que obtenían a partir de sus tareas. Hacíamos inteligencia sobre el objetivo y le pasábamos información a los Pelotones de Combate, en este caso a través de Lucía, para que ellos actuaran. Nos reuníamos con ella y le pasábamos información. Lo que sea, ya que en esa época cualquier cosa era buena. Para que te des una idea de cómo se hacia la tarea de inteligencia: teníamos una red que era de informantes, custodios de un archivo, y además teníamos un equipo de escuchas, que las 24 horas monitoreaban las radios de las fuerzas de seguridad, y a través de esas escuchas se hacían operaciones de inteligencia. Te pongo un ejemplo: había un entierro de un milico, si nos enterábamos a tiempo, le mandábamos una corona a nombre de Montoneros…
Entre los informes que producían –cuenta El Pingüino– estaban los de los grupos empresarios de la zona sur, a quienes hacían chequeos. Y también operaciones de inteligencia, como falsas bombas. Pero fundamentalmente producían información para los Pelotones. En un momento estuve investigando algunos casos de gente que había caído en Quilmes. Fui a hacer inteligencia en los barrios aledaños. Nos hacíamos pasar por periodistas, íbamos con anteojos… Aunque también reproducían la cadena informativa de Rodolfo Walsh o materiales por el estilo. La Carta Abierta, por ejemplo, la tuve, me acuerdo que la difundimos.
Entre los compañeros que recuerda se encuentra Juan. Un muchacho rubio, Overlun, que era jefe de Columna en Tucumán, lo promovieron y pasó a inteligencia. Los apellidos no me los acuerdo. Hasta el 76 era un grupo muy grande, había muchos sociólogos trabajando, porque procesaban información. Después ese grupo se disolvió, no sé qué pasó, quedó un grupo más reducido. En un momento me quedé con la radio, que estaba en Burzaco en la casa de Overlun. Después me fui a La Florida, cerca de Solano, donde teníamos el archivo, la radio bastante sofisticada para esa época– y el armamento. Y si bien nosotros, por ser de la estructura militar, teníamos más afianzado el tema de la seguridad y teníamos recursos, después del golpe todo siguió, pero muy fragmentado. Todo se nos hizo más complicado.
¿Les llegaban cosas de la conducción, durante el 76’, el ’77?, pregunto.
Si, cassettes, documentos, embutes… Yo estaba en Quilmes y no tenía idea de lo que pasaba en otros lugares. Todos los días había una caída, y era difícil lidiar con eso... Me manejaba a través de Dere y de Juan. Las reuniones del grupo se hacían en lo de Overlun, duraban 48 horas. Nos reuníamos todo el día. Almorzábamos, hacíamos una siesta y seguíamos. Se hacia el plan de seguridad, por caso de que atacaran la casa y teníamos la distribución de las armas. Recuerdo que los chicos nuestros  ya sabían cómo tenían que actuar si pasaba algo. Los hijos de Overlun, por ejemplo, sabían que con los vecinos no tenían que hablar sobre nada de lo que pasaba en la casa…