PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL
II- 77: Peronismo Montonero
Decimonovena entrega: El Pingüino y la inteligencia Montonera
Recuerdo, mientras escribo estas líneas, que leí La orquesta roja hace una década. No tengo presente ahora prácticamente nada de aquellas páginas, pero sí un pasaje en el cual el autor cuenta que con toda la muchachada de Hitler tras de sí, Léopold Trepper –el militante bolchevique que coordinaba a los “músicos” que “tocaban el piano” poniendo en jaque al Tercer Reich, un judío Polaco a quien apodaban “El Gran Jefe”– logró evadirse del jefe de la Gestapo, que vivía al lado de su casa, gracias a su aspecto de empresario, los amigos de los que había logrado rodearse y toda la máscara construida a partir de la cual nadie, absolutamente nadie, sospechó sobre sus tareas de inteligencia para la URSS.
Aquella tarde de diciembre, entre vasos de vino, tiras de asado y chinchulines, los comensales conversan entre sí, incluyéndome en la charla cada tanto, sólo cada tanto. Es que soy el único en la mesa que nació varios años después de los acontecimientos que están apareciendo y si bien ninguno ha planteado reparos en que yo esté allí, tampoco se ha dado –ni siquiera se me ha ocurrido que así sea– la típica situación de entrevista. Es decir, no hay preguntas y respuestas sino un fluir de palabras que son capturadas por el grabador, que luego de un rato puse sobre la mesa, previa consulta con los asistentes. De este modo, los recuerdos van apareciendo, las anécdotas se van multiplicando y las cronologías alternando al compás de una caótica superposición de voces.
Leíamos mucho sobre el tema. De los yanquis, de los judíos, dice El Pingüino. Por un momento, camino a su casa, me había preguntado varias veces a mí mismo si El Pingüino sería un apodo que tuviera que ver con su lugar de origen (¿sería del sur del país?) o con algo por el estilo. Ni bien abrió la puerta y se dirigió hacia el auto en el que llegamos, me di cuenta de que no, de que el sobrenombre se debía a su contextura física y a su modo de caminar. Petiso, robusto, con los pies hacia afuera, El Pingüino parecía realmente un pingüino.
Ahora releo la transcripción de la cinta a la vez que la escucho por el grabador. Me doy cuenta de que han pasado tan sólo seis años, pero que ese aparato se parece ya a una reliquia arqueológica. Por unos minutos miro la pantalla de la computadora y tengo la sensación de entrar en un túnel del tiempo. Recuerdo aquél soleado día de 2005, el momento en que me encontré con Adriana Robles en esa esquina del microcentro porteño para subirme a su auto y pasar a buscar al resto de los integrantes de la delegación de ex Montoneros que se juntarían después de tantos años a comer un asado y recordar viejos tiempos. Enciendo el grabador nuevamente, ahora en la parte en la que El Pingüino habla sobre sus tareas de inteligencia en la zona sur.
Cuenta que había, a fines del 76, principios del 77, tres Pelotones de Combate que coordinaba La Petisa Lucía, que era la responsable militar y a quien ellos le pasaban la información que obtenían a partir de sus tareas. Hacíamos inteligencia sobre el objetivo y le pasábamos información a los Pelotones de Combate, en este caso a través de Lucía, para que ellos actuaran. Nos reuníamos con ella y le pasábamos información. Lo que sea, ya que en esa época cualquier cosa era buena. Para que te des una idea de cómo se hacia la tarea de inteligencia: teníamos una red que era de informantes, custodios de un archivo, y además teníamos un equipo de escuchas, que las 24 horas monitoreaban las radios de las fuerzas de seguridad, y a través de esas escuchas se hacían operaciones de inteligencia. Te pongo un ejemplo: había un entierro de un milico, si nos enterábamos a tiempo, le mandábamos una corona a nombre de Montoneros…
Entre los informes que producían –cuenta El Pingüino– estaban los de los grupos empresarios de la zona sur, a quienes hacían chequeos. Y también operaciones de inteligencia, como falsas bombas. Pero fundamentalmente producían información para los Pelotones. En un momento estuve investigando algunos casos de gente que había caído en Quilmes. Fui a hacer inteligencia en los barrios aledaños. Nos hacíamos pasar por periodistas, íbamos con anteojos… Aunque también reproducían la cadena informativa de Rodolfo Walsh o materiales por el estilo. La Carta Abierta, por ejemplo, la tuve, me acuerdo que la difundimos.
Entre los compañeros que recuerda se encuentra Juan. Un muchacho rubio, Overlun, que era jefe de Columna en Tucumán, lo promovieron y pasó a inteligencia. Los apellidos no me los acuerdo. Hasta el 76 era un grupo muy grande, había muchos sociólogos trabajando, porque procesaban información. Después ese grupo se disolvió, no sé qué pasó, quedó un grupo más reducido. En un momento me quedé con la radio, que estaba en Burzaco en la casa de Overlun. Después me fui a La Florida, cerca de Solano, donde teníamos el archivo, la radio –bastante sofisticada para esa época– y el armamento. Y si bien nosotros, por ser de la estructura militar, teníamos más afianzado el tema de la seguridad y teníamos recursos, después del golpe todo siguió, pero muy fragmentado. Todo se nos hizo más complicado.
¿Les llegaban cosas de la conducción, durante el 76’, el ’77?, pregunto.
Si, cassettes, documentos, embutes… Yo estaba en Quilmes y no tenía idea de lo que pasaba en otros lugares. Todos los días había una caída, y era difícil lidiar con eso... Me manejaba a través de Dere y de Juan. Las reuniones del grupo se hacían en lo de Overlun, duraban 48 horas. Nos reuníamos todo el día. Almorzábamos, hacíamos una siesta y seguíamos. Se hacia el plan de seguridad, por caso de que atacaran la casa y teníamos la distribución de las armas. Recuerdo que los chicos nuestros ya sabían cómo tenían que actuar si pasaba algo. Los hijos de Overlun, por ejemplo, sabían que con los vecinos no tenían que hablar sobre nada de lo que pasaba en la casa…
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