viernes, 30 de septiembre de 2011

Kamchatka y los Montoneros silvestres...

Publiqué esta nota hace dos semanas en el portal www.prensadefrente.org. No los menciono, pero los Montoneros silvestres están presentes en el espíritu del escrito. El trabajo, la multiplicidad de iniciativas en las que me involucré en los últimos meses me dificultaron seguir con las entregas semanales del folletín. ¡Espero poder continuar! Nos vemos en breve. Saludos...



Kamchatka, o la memoria como resistencia

En el juego Táctica y Estrategia de Guerra (más conocido por su sigla: TEG), Kamchatka es un pequeño país, ubicado al norte de Asia. País imaginario, parece ser, como una de esas ciudades narradas por ítalo Calvino en su novela Las Ciudades invisibles. Pero no… si uno realiza el ya clásico movimiento de navegar por la web, y se mete, por ejemplo, en la enciclopedia libre de internet Wikipedia, se encuentra con la siguiente definición de Kamchatka: “Península volcánica de 1.250 km de longitud situada en Siberia, al este de Rusia y que se interna en el océano Pacífico”. Por supuesto, ningún dato geográfico nos interesa aquí. Kamchatka, para todos los que hemos jugado al TEG, es ese pequeño pero estratégico país, que nos permite, si nos hacemos fuertes allí, conquistar el continente, estar cerca de Europa y fundamentalmente, tener un paso hacia América del Norte.
Para muchos otros, también, Kamchatka es el título de un libro: la novela de Marcelo Figueras, editada por Alfaguara en 2003. Pero fundamentalmente, para casi todos, Kamchatka es el nombre de la película argentino-española dirigida por Marcelo Piñeyro, estrenada en los cines argentinos en octubre de 2002. Situada en 1976, el drama está centrado en los días en que una pareja (Ricardo Darín, “papá”, un abogado que defiende presos políticos y “mamá”, Cecilia Roth, física de profesión), huyen de los Grupos de Tareas que los persiguen, y se refugian en una quinta alejada de la ciudad, junto a Lucas (un compañero de militancia interpretado por Tomás Fonzi) y sus hijos: El enano (Milton de la Canal) y Harry (Matías del Pozo), el hijo mayor de 10 años, a través de quien se cuenta la historia.
Recordé Kamchatka hace muy poco –unas semanas nomás– cuando vi que Ricardo Piglia, Gonzalo Aguilar y Lita Stantic, presentaban en el MALBA un proyecto que se llama La dictadura en el cine, que consta de la elaboración de un catálogo sobre las 444 películas que hacen referencia al terrorismo de Estado en la Argentina. El catálogo está ordenado con un triple criterio (alfabética y cronológicamente, y también por temas), y puede consultarse en el sitio http://www.memoriaabierta.org.ar/ladictaduraenelcine. Conformada por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), la Fundación Memoria Histórica y Social Argentina, Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora y el Servicio Paz y Justicia (Serpaj), Memoria Abierta ya lleva más de una década trabajando en la preservación, recuperación y catalogación de materiales documentales sobre derechos humanos, con el fin de abrirlos a la consulta pública.
Kamchatka –que por supuesto, se encuentra entre esos 44 films– fue elegida en su momento representante argentina a la preselección con vistas al Oscar 2003, como mejor película extranjera. Cuando se estrenó, director y guionista realizaron algunas declaraciones ante la prensa, donde aclaraban que este no era tanto un film sobre la dictadura, sino más bien que el período funcionaba como marco para hablar de temas que continuaban operando en el escenario posdictatorial. “Lo que sí charlamos mucho con Marcelo –dice Figueras– antes de arrancar con Kamchatka, y que es algo que a los dos nos vuelve locos, es que cada vez que alguien dice que va a hacer algo sobre la dictadura –una película, una obra de teatro, una novela– empiezan las voces ‘Ah, de nuevo, seguimos con la dictadura’. Son voces interesadas que realmente me asquean”.
Debate, este, que cada tanto vuelve a reactualizarse. Sin ir más lejos, nuevamente volvió a estar presente en el último año, luego de que algunas figuras del mundo televisivo se refirieran frívolamente al respecto.
Otra película (posterior), cuya trama se construye de un modo similar, recuerdo ahora, es la brasileña El año que mis padres se fueron de vacaciones, guionada por Claudio Galperín y Cao Hamburguer, y dirigida por este último. Estrenado en 2006, el film está ambientado en el Brasil de los 70, es decir, bajo la dictadura militar del general Emilio Garrastazu Medici. Mauro –el protagonista es un niño a quien sus padres militantes dejan bajo el cuidado de su abuelo, quien muere en el mismo momento en que el niño llega. Toda la historia se construye a partir de esas ausencias, de las ansias por las espera del momento del reencuentro, por las apariciones –de vecinos de su abuelo, de nuevos amigos y, por sobre todo, de las desapariciones de mujeres y hombres que, como sus propios padres, son perseguidos y arrancados de su cotidianeidad por las fuerzas de la represión.
Pero Kamchatka, estoy convencido, tiene un plus. Algo que hace que muchos no nos olvidemos tan fácilmente de algunas escenas y diálogos. Seguramente sea por su nombre, o por sus resonancias con el juego de mesa o sus vínculos con la política, siempre ligada a categorías de análisis que provienen de las teorías de la guerra, no sé. En mi caso, la escena final ha permanecido en mi cabeza durante años. El padre le dice al hijo más grande: “Te quiero mucho y nunca te olvides” (no sabemos, en ese momento, que es lo que le susurra al oído). Y al instante, con la caja de TEG en sus manos, vemos a Harry correr hacia el Citroen amarillo, donde su madre y su hermanito lo esperan para dirigirse hacia la casa de sus abuelos. Y es allí, mientras vemos al auto irse por un camino rodeado de una inmensa nada, donde escuchamos la voz en off del niño decir: “La última que lo vi mi papá me habló de Kamchatka. Y esa vez entendí. Y cada vez que jugué papá estaba conmigo. Y cuando el partido vino malo me quedé con él y sobreviví. Porque Kamchatka es el lugar donde resistir”.
Lejos, muy lejos de esas posiciones que tienden a colocar a la memoria en un lugar de sentido común (así sea de lo políticamente correcto), obviando que también las buenas intenciones pueden conducir al conformismo o la fetichización de elementos cuestionadores del orden social, nuestra búsqueda tiene más bien que ver con la posibilidad de encontrar en nuestro presente las huellas de las experiencias pretéritas que pugnaron por una transformación del mundo. Tender un puente con aquellas generaciones, entablando un pacto secreto y silenciosos que nos permita continuar en la búsqueda de los cuerpos nunca encontrados, del juzgamiento de los responsables de la política desaparecedora, es hoy una tarea imprescindible. Jorge Julio López –testigo clave en los juicios contra los represores desaparecido hace ya seis años– es un estandarte no sólo de la lucha actual por la justicia, sino también un claro ejemplo de que las huellas del pasado que se activan en el presente no tienen que ver sólo con la subjetividad, con una memoria que se reactualiza en cada pelea de los de abajo, sino que además es insistencia del ayer en las respuestas ante esas luchas, aunque sean ejercidas por sectores que ya no tienen el mismo poder.
Tal vez por esto es que Kamchatka, su nombre, no es olvidado tan fácilmente. Porque
Kamchatka es un símbolo que condensa una diversidad de pensamientos y prácticas actuales, es ese lugar desde el cual continuar la resistencia contra los poderes que obstaculizan los cambios.

martes, 28 de junio de 2011

Vigesimoprimera entrega: Pocho (III)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


II- 77: Peronismo Montonero
  
Vigesimoprimera entrega: Pocho (III)

Doy vuelta el cassette y leo: 12/09/05. Me quedo pensando en si tiene sentido volver a escuchar aquellas palabras que, de todos modos, estoy leyendo en la pantalla de la computadora. Casi a l instante me digo que sí, que el tono de las voces me permite situarme más en la lejana tarde en que realicé la entrevista y que los modos de hablar, muchas veces, son indicios de sentimientos que difícilmente pueden ser captados en una simple y rápida  lectura de un desgrabado.
En este tramo de la entrevista en el que me detengo, Pocho se acuerda de algunos de los casos trágicos de aquellos días. Por supuesto, puede decirse que todos los casos fueron trágicos por aquellos días, pero me refiero a esos episodios particularmente trágicos. No de aquellos que murieron en alguna acción realizada por la organización, como ese pibe jovencito, un miliciano de Solano que se manda un moco, le saca un fierro a un policía y pierde, o ese otro caso de unos tres o cuatro compañeros que fueron de la Sur I a la Sur II para robarse unos cheques y que al salir de un banco en Quilmes los sorprende la policía y pierden. No, Pocho se refiere a esos otros casos, particularmente trágicos –decía– en que las compañeras y compañeros caían delatados por sus compañeros-parejas, es decir, por quienes no sólo compartían una cotidianeidad en la lucha y la organización del día a día, sino también otro tipo de afectos, de compromisos, de amores. Se acuerda de El Tano, un compañero que a mediados de 1977 (si mal no recuerdo –aclara– porque en estos casos es casi imposible acordarse con precisión), perdió delatado por su compañera, en Ezpeleta. Noto que perdió se transforma en una palabra clave de su relato. No dice “murió”, “lo matoron”, “fue asesinado”. Ni siquiera, como otros entrevistados, dice “cayó”, sino –simplemente– perdió. Eso sí, como casi todos los entrevistados, él tampoco aclara los términos que usa. Por las lecturas, por las películas, por los relatos que a través de los años fui escuchando, me fui familiarizando con los términos, pero a veces me pregunto si no habrá que hacer un esfuerzo (narrativo) por intentar aclarar algunas terminologías de la época, totalmente ajenas a quienes nacimos por aquellos años, o en muchos casos, varios años después de los acontecimientos referidos en este Folletín digital. En fin, estábamos en que Pocho recuerda cuando El Tano pierde. Y también, cuando sucede lo de La Mendocina.
Estas son de las historias que hablan de la ideología pero desde otro lugar, dice categóricamente Pocho. Y comenta que La Mendocina, que era la compañera de Palito (uno de los responsables de los pelotones del Ejército Montonero en la zona), era políticamente muy nuevita. El tema es que no me acuerdo como, la cana lo va a buscar a Palito a una pensión en la que vivían juntos en Quilmes, y la compañera lo canta, les dice que sí, que estaba. Palito, que va para el lugar, antes de llegar se da cuenta que están los milicos y se raja. Entonces Palito va y lo cuenta, lo informa con El Tata. Fue una reunión hermosísima, de lo que era la conducción de la zona y evaluamos. Por supuesto que la compañera logra zafar de la cana, los canas se van y ella después viene y lo cuenta. Se encuentra con Palito y ella le cuenta lo que había pasado, que la habían torturado.
Entonces se hace la reunión, en el barrio La Iapi, en la casa de unos paraguayos, que era el lugar donde funcionábamos y con El Tata se discute qué hacer con la compañera, ya que había colaborado, había entregado a un compañero... y te decía que fue una reunión muy linda por lo que se terminó planteando. Porque lo que correspondería hacer, según manual, es fusilar a la compañera, y sin embrago todos fuimos diciendo, de a poquito, que no estábamos de acuerdo con esto, no solamente porque no nos bancábamos ajusticiar, fusilar a una compañera, sino porque creíamos que la compañera después había tenido una actitud coherente en el sentido de ponerse a disposición. El Tata dijo: “yo pienso lo mismo”, y lo que se decide hacer es que la compañera se vaya para Mendoza, se le paga el pasaje, para que deje de ser un problema de seguridad para los que estábamos en territorio. Por supuesto, nunca más supe nada de ella, de su vida. Y esto hablaba de El Tata, de como alguien de una dureza ideológica, un compromiso y una entrega muy grande, tenían esas actitudes.
Luego de un prolongado silencio, Pocho –con su camisa empapada de sudor– dice: Me pone mal, me pone nervioso hablar de todo eso.  
Cuando habla de El Tata, sin embrago, a Pocho se le enciende la mirada. Se toca suavemente su bigote mostacho y continúa:
Ese era El Tata. El mismo que una vez caída toda la estructura política se decidió a reagrupar todo detrás de la estructura militar, donde además de la estructura propiamente militar, operativa, funcionaba además una estructura de Logística y otra de Prensa, también absorbida por la estructura militar. Lo que había de fuerza, lo que quedaba, eran dos o tres oficiales, un grupo de suboficiales y algunos milicianos. Con eso El Tata logra relanzar la resistencia.


domingo, 12 de junio de 2011

Vigésima entrega: Modelo para armar

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

    II- 77: Peronismo Montonero


Vigésima entrega: Modelo para armar
 
Comparo un testimonio con otro y varias cosas no coinciden. Comparo dos testimonios con noticias aparecidas en diarios de la época y salen tres versiones diferentes. Como en Rashomon, el cuento de Ryunosuke Akutagawa, llevado al cine en 1950 por Akira Kurosawa, las diferentes versiones sobre un mismo hecho parecen abrir diversas conjeturas. Modelo para armar, diría Julio Cortázar. En fin, cuando se trabaja con la memoria de los protagonistas o textos de la prensa (que a veces mentían, otras decían la verdad a medias y otras tantas publicaban las cosas como fueron pero días después) y otras fuentes por el estilo –supongo– se torna frecuente que pasen estas cosas. Otras veces, por el contrario, un recorte de diario alumbra un extracto de testimonio, que a su vez se acopla a un dato suelto de otro testimonio y así el rompecabezas comienza a tomar forma. Algo de todo esto se viene produciendo en esta historia (o estas historias), de los montoneros silvestres que resistieron a la dictadura en el conurbano.
Los cordobeses Pepe y Lili, por ejemplo, se acuerdan de algunos de sus compañeros de militancia cuando estuvieron en la zona sur del Gran Buenos Aires, casi treinta años antes. Mencionan a Manolo, desaparecido en San Pedro una vez que ya se había retirado de la Orga, como se ha contado en una entrega anterior. Agregan, sí, que era de Córdoba. Y relatan sus experiencias durante 1977.
Con la caída de Silver  –cuenta Lili– se desestructuran las dos estructuras. Yo al irme a vivir con él paso a Ejército, me separo del Beto, y de toda una estructura que ya venía cayendo. El Beto te lo debe haber explicado: funcionábamos en unidades células que vivíamos en la misma casa, eso evitaba las caídas, porque si alguien faltaba a la casa, ahí mismo se la levantaba y se buscaba otra. Al irme a vivir con él, eso hace que Mary y Ricardo se tengan que mudar y caigan en el operativo del 17 de octubre.
La verdad es que Beto no me ha contado nada de eso, pero sí de la muerte de Silver: el 6 de  septiembre del 77 caen Silver (Alejandrino Jaime, estudiante de la JUP de Córdoba), y Mari, una cumpa de Dock Sud (Avellaneda) que tenía 3 chicos de una pareja anterior. Era una compa más grande, de unos 30 y pico. Caen combatiendo, en un combate impresionante que después comentó todo el barrio.
El hecho queda registrado en la prensa. El jueves 8 de septiembre de 1977 sale en la tapa del diario El Sol, de Quilmes. “Villa España. Enfrentamiento: murieron 2 extremistas y 1 soldado”. La noticia cuenta que, según el comunicado oficial del Comando Zonal I del Ejército, el día 6 (alrededor de las 7.30 horas) en el barrio Unión Villa España del distrito de Berazategui, el soldado Luis Alberto Barbazano –del Batallón de Comunicaciones del Comando 601– murió en el enfrentamiento, junto con dos “delincuentes subversivos” que “intentaron fugar por los fondos de la vivienda”. Al entrar a la casa –ubicada en la calle 531, o Andalucía, entre Belgrano y San Martín– los militares se encontraron con documentación, armamento… y tres menores, hijos de los militantes. Según tengo entendido, los chicos no fueron apropiados.
Por esos días, también en el diario El sol, sale publicada una noticia que afirma que Montoneros está reducido en un 75 % (15/09/1977), y otra en la que Massera afirma que “en Argentina no hay guerrilla, hay grupos dedicados al terrorismo indiscriminado”. En una tercera, Jorge Rafael Videla dice no aceptar cifras de desaparecidos, pero reconoce que “en la Argentina hay personas desaparecidas”. Grabado por un canal de televisión de Nueva York, entrevistado por el ex alcalde Jack Lindsay, el presidente de facto da sus razones de por qué sostiene que, producto de la guerra que libran las fuerzas armadas en el territorio nacional, hay personas desaparecidas: “han desaparecido porque han pasado a la clandestinidad y sumarse a la subversión –han desaparecido porque la subversión las eliminó por considerarlas traidores a su causa– han desaparecido porque en un enfrentamiento, donde ha habido incendios y explosiones, el cadáver fue mutilado hasta resultar irreconocible y acepto que puede haber desaparecidos por excesos cometidos en la represión” (16/09/1977).
Días más tarde, el mismo diario publica que en la madrugada del 22 de septiembre se sostuvo un tiroteo por más de una hora, producto del cual fuerzas de seguridad “habrían abatido a varios extremistas” en un barrio ubicado entre Villa España y Ránelagh. Tres días antes –siempre según el diario mencionado– se habría producido otro enfrentamiento, del cual no se habrían registrado bajas, ni se ha registrado información oficialmente. Ninguno de los entrevistados recuerda puntualmente nada sobre esa madrugada. No es de extrañar, ya que han pasado tres décadas, pero además, no es de extrañar porque informaciones de ese tipo aparecían semana tras semana.
No en septiembre, pero sí un mes antes, en agosto del 77 –según recuerda Beto– tres milicianos caen en el barrio La Cañada, en el distrito de Quilmes. De uno de ellos se acuerda el nombre completo: Miguel Ángel Cordero. De los otros no, sólo sabe que a él le decían El Mono, y a ella, Roxana. Estaban en una casa muy quemada. A Miguel lo ven en la parada del colectivo y a los chicos los van a buscar y se resisten. Se tirotean hasta las 11 de la mañana. Un combate larguísimo, concluye Beto, que por un instante parece congelar su mirada en la nada, como si ya no estuviera allí conmigo, en ese bar de la ciudad de La Plata, sino en la zona sur, conversando quien sabe con quien.

lunes, 6 de junio de 2011

Decimonovena entrega: El Pingüino y la inteligencia Montonera

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimonovena entrega: El Pingüino y la inteligencia Montonera

 Hasta diciembre de 1977 El Pingüino se mantuvo en zona sur realizando tareas de inteligencia para la estructura militar de Montoneros. Según me cuenta, su último responsable directo fue un compañero al que le decían Debe y de quien –como era costumbre en la época– nunca supo cómo se llamaba. Hasta que se va a Mendoza, con un contacto de la Orga. Recuerda que El Debe era el único del grupo que había leído  La orquesta Roja, el libro de Gilles Perrault, en donde se cuenta la increíble historia de la red de espionaje soviética que logró insertarse en el corazón mismo de la Alemania nazi, para extenderse luego por toda Europa.
Recuerdo, mientras escribo estas líneas, que leí La orquesta roja hace una década. No tengo presente ahora prácticamente nada de aquellas páginas, pero sí un pasaje en el cual el autor cuenta que con toda la muchachada de Hitler tras de sí, Léopold Trepper –el militante bolchevique que coordinaba a los “músicos” que “tocaban el piano” poniendo en jaque al Tercer Reich, un judío Polaco a quien apodaban “El Gran Jefe”– logró evadirse del jefe de la Gestapo, que vivía al lado de su casa, gracias a su aspecto de empresario, los amigos de los que había logrado rodearse y toda la máscara construida a partir de la cual nadie, absolutamente nadie, sospechó sobre sus tareas de inteligencia para la URSS.
Aquella tarde de diciembre, entre vasos de vino, tiras de asado y chinchulines, los comensales conversan entre sí, incluyéndome en la charla cada tanto, sólo cada tanto. Es que soy el único en la mesa que nació varios años después de los acontecimientos que están apareciendo y si bien ninguno ha planteado reparos en que yo esté allí, tampoco se ha dado –ni siquiera se me ha ocurrido que así sea– la típica situación de entrevista. Es decir, no hay preguntas y respuestas sino un fluir de palabras que son capturadas por el grabador, que luego de un rato puse sobre la mesa, previa consulta con los asistentes. De este modo, los recuerdos van apareciendo, las anécdotas se van multiplicando y las cronologías alternando al compás de una caótica superposición de voces.
Leíamos mucho sobre el tema. De los yanquis, de los judíos, dice El Pingüino. Por un momento, camino a su casa, me había preguntado varias veces a mí mismo si El Pingüino sería un apodo que tuviera que ver con su lugar de origen (¿sería del sur del país?) o con algo por el estilo. Ni bien abrió la puerta y se dirigió hacia el auto en el que llegamos, me di cuenta de que no, de que el sobrenombre se debía a su contextura física y a su modo de caminar. Petiso, robusto, con los pies hacia afuera, El Pingüino parecía realmente un pingüino.
Ahora releo la transcripción de la cinta a la vez que la escucho por el grabador. Me doy cuenta de que han pasado tan sólo seis años, pero que ese aparato se parece ya a una reliquia arqueológica. Por unos minutos miro la pantalla de la computadora y tengo la sensación de entrar en un túnel del tiempo. Recuerdo aquél soleado día de 2005, el momento en que me encontré con Adriana Robles en esa esquina del microcentro porteño para subirme a su auto y pasar a buscar al resto de los integrantes de la delegación de ex Montoneros que se juntarían después de tantos años a comer un asado y recordar viejos tiempos. Enciendo el grabador nuevamente, ahora en la parte en la que El Pingüino habla sobre sus tareas de inteligencia en la zona sur.
Cuenta que había, a fines del 76, principios del 77, tres Pelotones de Combate que coordinaba La Petisa Lucía, que era la responsable militar y a quien ellos le pasaban la información que obtenían a partir de sus tareas. Hacíamos inteligencia sobre el objetivo y le pasábamos información a los Pelotones de Combate, en este caso a través de Lucía, para que ellos actuaran. Nos reuníamos con ella y le pasábamos información. Lo que sea, ya que en esa época cualquier cosa era buena. Para que te des una idea de cómo se hacia la tarea de inteligencia: teníamos una red que era de informantes, custodios de un archivo, y además teníamos un equipo de escuchas, que las 24 horas monitoreaban las radios de las fuerzas de seguridad, y a través de esas escuchas se hacían operaciones de inteligencia. Te pongo un ejemplo: había un entierro de un milico, si nos enterábamos a tiempo, le mandábamos una corona a nombre de Montoneros…
Entre los informes que producían –cuenta El Pingüino– estaban los de los grupos empresarios de la zona sur, a quienes hacían chequeos. Y también operaciones de inteligencia, como falsas bombas. Pero fundamentalmente producían información para los Pelotones. En un momento estuve investigando algunos casos de gente que había caído en Quilmes. Fui a hacer inteligencia en los barrios aledaños. Nos hacíamos pasar por periodistas, íbamos con anteojos… Aunque también reproducían la cadena informativa de Rodolfo Walsh o materiales por el estilo. La Carta Abierta, por ejemplo, la tuve, me acuerdo que la difundimos.
Entre los compañeros que recuerda se encuentra Juan. Un muchacho rubio, Overlun, que era jefe de Columna en Tucumán, lo promovieron y pasó a inteligencia. Los apellidos no me los acuerdo. Hasta el 76 era un grupo muy grande, había muchos sociólogos trabajando, porque procesaban información. Después ese grupo se disolvió, no sé qué pasó, quedó un grupo más reducido. En un momento me quedé con la radio, que estaba en Burzaco en la casa de Overlun. Después me fui a La Florida, cerca de Solano, donde teníamos el archivo, la radio bastante sofisticada para esa época– y el armamento. Y si bien nosotros, por ser de la estructura militar, teníamos más afianzado el tema de la seguridad y teníamos recursos, después del golpe todo siguió, pero muy fragmentado. Todo se nos hizo más complicado.
¿Les llegaban cosas de la conducción, durante el 76’, el ’77?, pregunto.
Si, cassettes, documentos, embutes… Yo estaba en Quilmes y no tenía idea de lo que pasaba en otros lugares. Todos los días había una caída, y era difícil lidiar con eso... Me manejaba a través de Dere y de Juan. Las reuniones del grupo se hacían en lo de Overlun, duraban 48 horas. Nos reuníamos todo el día. Almorzábamos, hacíamos una siesta y seguíamos. Se hacia el plan de seguridad, por caso de que atacaran la casa y teníamos la distribución de las armas. Recuerdo que los chicos nuestros  ya sabían cómo tenían que actuar si pasaba algo. Los hijos de Overlun, por ejemplo, sabían que con los vecinos no tenían que hablar sobre nada de lo que pasaba en la casa…

sábado, 28 de mayo de 2011

Decimoctava entrega: Daleo (II)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimoctava entrega: Graciela “Viky” Daleo (II)
Las vacaciones de febrero de 1977 fueron una bisagra en la vida y la militancia de Graciela Viky Daleo. Aquellos quince días en San Clemente del Tuyú, junto a Felipe y Ariel Ferrari, Pablo, Beto y La Negra, junto a Polo y Rafaél Espina (que “perderían” tiempo después), fueron una bocanada de aire fresco ante tantas tensiones y complicaciones que el enfrentamiento a la dictadura implicaban en el día a día. Aquellas vacaciones fueron una bisagra porque realmente partirían su vida en dos. A su regreso entraría en una vorágine que no pararía hasta su caída en manos de los Marinos y su traslado a al ESMA, donde la vorágine ya sería otra.
Durante esos últimos once meses (es decir, desde el Golpe de Estado hasta esos días), Victoria había pasado por un sinfín de situaciones agobiantes. Había vivido amuchada junto a Kika Osatinski, Lucy y Monra y su hija de ocho años en un departamento rentado por la Organización para realizar tareas de estructura, ubicado sobre la avenida Rivadavia, en el barrio de Flores. Iba de acá para allá, todo el día con la pastilla de cianuro encima, teniendo citas con compañeros de distintas zonas, pasando información y  materiales. Tal vez los únicos momentos de distención (ir a algún cine de la calle Lavalle, por ejemplo, a ver alguna película, y reírse un poco, cómo aquella vez que asistió junto a El Loco Nicolás a una proyección de Bananas, de Woody Allen), se veían luego opacados por los golpes recibidos. En este caso, porque Nicolás –presentado a Viky por Barbarella y Polo– no sólo había caído en manos del enemigo, sino que además había delatado.
Después, luego de las grandes caídas conocidas como “El día de las citas nacionales”, en octubre del 76, Viky tuvo que replantearse todo: ir a una peluquería, con la historia de que recién se separaba y quería cambiar de look, para transformase, ser otra, irreconocible si andaba por las calles y alguien la veía. Bancarse luego que todos le dijeran que en su paso por la peluquería de Pellegrini y Arenales sólo la hacían verse como Viky, pero ahora con claritos y un rebajado en el cabello. Y luego el pase a la Secretaría de Organización, el funcionamiento en una oficina en el barrio de Ciudadela y otra vez las caídas: chau la oficina y sus nuevas tareas. Y noviembre, diciembre y las fiestas. Y con la despedida del año más despedidas. O ni siquiera, porque a los compañeros, a las compañeras, no se los despedía: se los perdía.
En marzo del 77,  tras el regreso de sus vacaciones en la costa, Viky se encuentra por primera vez con Eduardo Moyano (El Negro Ricardo). Desde ese momento deja de realizar tareas en el Aparato de la Organización y pasa a militar en la zona sur. Si bien continua viviendo en capital, sus tareas las desarrolla en Avellaneda. Días después conocerá a José, su nuevo responsable, con quien tendrá una cita en Gerli. El Gordo, como lo llamaban sus compañeras y compañeros a José. “Gordote, morochón, con pinta de boxeador retirado poco antes”, según aparece descrito en las páginas de La voluntad, de Anguita y Caparrós. José es un tipo de la zona, laburante, a quien la dictadura ha golpeado fuertemente: seis meses antes de ese encuentro con Viky, El Gordo pierde a su mujer y a una de sus hijas en un enfrentamiento producido con las fuerzas represivas en la zona de Villa Corina. La primera porque se tira para una ventana, evitando caer viva en manos de los militares; la segunda alcanzada por las balas que buscan aniquilar al enemigo de la patria.
Abocado a las tareas territoriales, encuadrado en un ámbito de la Secretaría Política, junto a Viky y Marcela Oesterheld (una de las cuatro hijas del reconocido historietista, también militante montonero) José vivía junto a sus otras dos hijas y una pareja de militantes en una de las barriadas cercanas al cruce con la Capital.
Victoria comienza a viajar día a día, desde Villa del Parque hasta el sur del Conurbano, ya que una de las primeras medidas que toma es buscarse un trabajo por la zona. Así, consigue entrar como dactilógrafa en Papelera del Plata, en Wilde.
Para el primer aniversario del Golpe Viky ya se encuentra inserta en el funcionamiento de Sur. Para mostrar que a un año del intento por desarticular el nivel de combate de las fuerzas populares no ha sido tan exitoso como intentaba presentar la Junta, Viky y José realizan una operación de propaganda por la zona. Una operación sencilla, que consistía en tirar unos miguelitos sobre Camino General Belgrano, y repartir luego unos volantes firmados por Montoneros, en las casas humildes de esa humilde barriada de la zona sur.
Por esos días caen Adriana Gatti, junto a otros tres militantes, en un operativo represivo grande que los militares realizan en la zona y que ellos pudieron ver desde una terraza. Humo, explosiones, iros, sirenas helicópteros y hasta tanquetas del Ejército se desplegaron aquél feriado de semana santa.
Durante esos meses continuaron realizando las actividades que podían: juntarse para leer el Evita Montonera y debatirlo, atender algunos de los contactos que se tenían en el territorio: a través de ella, que siempre había sido cristiana, vinculándose a una parroquia de Wilde y otra de Villa Corina; a partir del Negro, el Conejo y Cacholo, tendiendo vínculos con el Club del barrio, donde llegaron hasta poder armar un equipo de fútbol.
Las operaciones de propaganda (siempre armadas, ya que tenían que asistir armados y con pastillas de cianuro encima) las hacía sólo en momentos puntuales, como el 7 de septiembre, cuando salieron por Sarandí a repartir volantes, recordando a Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus, dos de los fundadores de la Organización, caídos en combate en William Morris, en el oeste del Conurbano, seis años antes, luego de que las fuerzas represivas comenzaran a pisarles los talones, tras el ajusticiamiento del ex presidente de facto, el General Pedro Eugenio Aramburu, responsable del derrocamiento del General Perón en el 55 y de la represión desatada contra el movimiento peronista, que implicó no sólo cárcel, torturas y proscripciones, sino también fusilamientos de civiles y militares insurrectos contra la dictadura de entonces.
Pero el cerco represivo comenzaba a cerrarse cada vez más. A su vuelta de Bariloche, donde Victoria había ido para visitar a su hermano y salir como madrina de su hijo, donde había sentido el contrapunto de encontrarse tranquila, en una casita en medio del bosque –decía– a la vuelta de ese breve viaje, Viky se encuentra con una situación que cada vez se complica más. Por esos días, el Negro se aleja de la Organización; Cacholo ya estaba muerto y ella ya no es bienvenida en la parroquia. Junto a José, se ven obligados a yirar de acá para allá, durmiendo en hoteles, porque las casas ya no eran seguras.
Es en ese contexto que a Viky le llega el pase a Sur II. Estamos en octubre de 1977, y como el Gordo José sabe que se vienen los operativos en conmemoración por el 17 de octubre, insiste para que Victoria demore unos días su pase. En Berazategui –dice– se dura 15 días con vida. El 19 Viky piensa renunciar a su trabajo de dactilógrafa y ver cómo se reacomoda en el segundo cordón del conurbano. Pero no va a llegar nunca a encontrarse con Beto, ni con la Petisa, Ramón, Marcela, ni con ninguno de los militantes que intentan continuar la resistencia en la zona de Quilmes, Berazategui y Florencio Varela. Desde el 18 de octubre de 1977, el próximo destino de Graciela Viky Daleo será la ESMA. Allí será una prisionera más silvestre que los silvestres montoneros que se encuentran afuera de los Centros Clandestinos de Detención-Exterminio. Tensionada permanentemente entre la vida y la muerte,  tendrá que sortear las dificultades más penosas, más terribles, en un mundo inimaginable hasta entonces. Seguramente, para poder continuar con la resistencia allí dentro, se haya tenido que haber aferrado a una imagen, una frase, un sentimiento. Tal vez, todo eso se haya concentrado en la ya mencionada frase que Norma Gaby Arrostito le dijo en susurros: “yo no colaboro”.

domingo, 15 de mayo de 2011

La narrativa de Guillermo Saccomanno

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL



II- 77: Peronismo Montonero

 Decimoséptima entrega: Literatura y dictadura (III)
 La narrativa de Guillermo Saccomanno

Con 77 (2008), Guillermo Saccomanno cierra su trilogía de novelas: La lengua del Malón (2003) y El amor argentino (2004), cuyo protagonista es el profesor Gómez. En 1977 Gómez enseña Literatura Argentina en un colegio secundario. Es un “cincuentón que está de vuelta”. Es cabecita negra. Es puto. Es casi peronista. En el país de la Sociedad rural todos somos ganado que avanza hacia el matadero –dice Gómez–. En ese país en el que los militares han vuelto sospechoso lo cotidiano y transformado al prójimo en alcahuete, todos somos sospechosos, pero también alcahuetes en potencia.
Cabría preguntarse aquí si realmente todos eran sospechosos, o si la sospecha recaía sobre un sector de la población, masivo sí, pero que sólo era posible de ser sospechado por el aval que otro sector civil prestaba a los militares. Pilar Calveiro señala, en su ya citado libro Poder y desaparición…, que si bien las responsabilidades, la trama que teje la historia, no son homogéneas, en nuestro país, han sido tanto los civiles como los militares quienes han tejido la trama del poder. “Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad”. Por eso, no ve al Proceso de Reorganización Nacional como una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad y su historia, sino que “forma parte de su trama, está unido a ella y arraigada en su modalidad y las características del poder establecido” (pp. 10-27).
De todos modos, no quiero apartarme de las novelas de Saccomanno, y de 77 en particular. Publicada luego de que realizara todas las entrevistas a los montoneros silvestres, no tuve oportunidad de preguntarles luego, a los entrevistados, si la habían leído. Pero no importa: pueden tomarse estas líneas como una digresión, una suerte de intromisión del narrador en estas historias cuyo protagonista son las mujeres y hombres que resistieron a la dictadura militar.
Estábamos, entonces, en que el profesor Gómez enseña Literatura Argentina en un colegio secundario. Allí comparte sus días con sus alumnos, pero también con sus colegas, esos docentes que van a la sala de profesores a tomar mate cocido sólo después de haber comido (solos y a escondidas) las cosas ricas que han llevado. Y es allí, en el colegio, donde se transforma en testigo obligado del secuestro de esteban Echagüe, uno de sus alumnos que es “arrancado” de la clase que da sobre Facundo, de Sarmiento (enseñado desde Hernández Arregui). Según nos cuenta Saccomanno, el profesor Gómez era especialista en literatura inglesa, pero acorde con los tiempos de anticolonialismo que agitaban al país durante los primeros años de la década del 70, se había pasado a la literatura nacional. Había pasado a preguntarse (y preguntarle a sus estudiantes), qué definía lo nacional. Y a recorrer los lugares escindidos por la barricada que separaba los bandos que, desde Sarmiento, se denominaban como civilización y como barbarie. Conversando en torno a esas preguntas estaban cuando la patota irrumpió (“de civil. Calzados”) en la clase. “Los tipos se le fueron al humo. Le abrieron la boca. Lo agarraron a culatazos, lo arrastraron a través del patio. La sangre quedó en las baldosas. Así se lo Llevaron”.
Por supuesto, a excepción de la sistematización del dispositivo del secuestro, estas condiciones de violencia estaban instaladas desde hacía largo tiempo en el seno de la cultura militar argentina –como supo destacar Oscar Terán en su artículo “La década del 70: la violencia de las ideas”– junto con las prácticas de cuartel violatorias del respeto humano y aceptadas socialmente (Revista Lucha armada en la Argentina N° 5). Y Sacomanno no sólo que lo sabe, sino que ha sido capaz de narrar esas prácticas de manera magistral. Así, en Bajo bandera, novela situada en un cuartel del sur del país, en el año 1969, se cuenta aquello que ya todos sabían pero daban por sentado que era inmodificable: los castigos y las humillaciones a los que eran expuestos –junto con el hambre y el frío– esos muchachos que durante un año o más, eran reducidos a objetos que Corrían, Limpiaban y Barrían para beneplácito de sus verdugos. Violencia militar también presente en la secuencia de esta trilogía.
Recordemos que esta historia comienza cuando, en La lengua del malón, el profesor Gómez ve morir a su amiga Lía, junto a Delia, su amante. Lía es lesbiana, izquierdista y judía, además de poeta y periodista de La Nación. Delia –obviamente, también lesbiana– es escritora (autora de la inconclusa novela La lengua del malón, cuyos manuscritos conservará el profesor Gómez), sí, pero también la mujer de un capitán golpista, que conspira contra el gobierno de Perón (el hijo de Delia y el Capitán gorila, será un joven militante que se integrará a la guerrilla a mediados de los 70). Las ve morir en aquella tarde de junio de 1955, cuando los militares bombardeen la Plaza de Mayo: son los prolegómenos de la Revolución Fusiladora de Aramburu y Rojas.
En El amor argentino, situada en enero de 1959, el profesor Gómez, que deambula por la vida investigando un supuesto amorío entre Roberto Arlt y Eva Duarte (antes de que se transformara en Evita, en la mujer del Coronel Perón, en la abanderada de los humildes), decía, el profesor Gómez se topa con Roberto, no Arlt, por supuesto, sino un obrero de la carne, un activista sindical que protagonizará la emblemática toma del Frigorífico Lisandro de la Torre, en el barrio porteño de Mataderos. Un prole de quien el profesor Gómez va a enamorarse.
El cuarto de siglo más conflictivo, convulsivo y políticamente más productivo del siglo XX en nuestro país, es abordado por Saccomanno como materia prima de sus ficciones. No son, sin embargo, “novelas históricas”. Es en La lengua del malón donde aparecen algunas reflexiones en torno a la narrativa literaria y la historia socio-política. Veamos:
“… lo mío, en todo caso, es pasión por la verdad histórica. La memoria de una patria clandestina, sumergida. Me gusta pensar mis papeles como sábanas que algún día habrán de exhibirse en un balcón, como se acostumbraba antes, después de la noche de bodas: mostrarle al vecindario la sábana manchada de sangre virgen. Todas las páginas de nuestro pasado, sábanas ensangrentadas. Una metáfora: la patria es la novia ensangrentada, desvirgada en una violación”.
Saccomanno se inscribe así en el legado literario inaugurado por David Viñas, para quien la literatura argentina comienza con una violación, es decir que, con El matadero, de Esteban Echeverría, se inaugura en nuestras letras la marca de la violencia sobre el cuerpo textual, sobre el lenguaje, pero también, sobre los cuerpos de carne y hueso.
El peronismo en la resistencia, por supuesto, atraviesa todas estas historias.  Y también el peronismo en el gobierno, que estará presente en otras de sus novelas: El buen dolor (1999) y El pibe (2006). En el primero, el protagonista cuenta que su padre puteaba por lo bajo y apagaba la radio cuando escuchaba hablar a Perón, a quien llamaba El Tirano. Es que este sastre anarquista, que había estudiado periodismo en su juventud, ahora (se refiere a la década del 50) se veía obligado a no ejercer el oficio, producto de su negativa a afiliarse al Partido Justicialista. En el segundo, igualmente situado en Mataderos, también la política se mezcla con el sexo y con lo prohibido: en este caso, el terror del Pibe de ser “marica”. Aquí el padre del protagonista también es antiperonista, porque es socialista (como el padre del autor) y la madre (a quien él llama “compañera”, a pesar de que no quiere que ella salga a trabajar) simpatiza con Evita. De allí que él la acuse de “haber votado al tirano”, en las elecciones en las que la mujer ha votado por primera vez en la historia nacional. El peronismo, eso sí, es presentado en esta novela desde la mirada de un niño, un muchachito en realidad, que puede discernir ya entre lo que ve y lo que escucha. Un pibe que es capaz de pensar:
“Todos en el barrio le deben algo a Evita. Todos menos nosotros, que por mi padre somos una familia contrera. Los grandes le deben un trabajo, un remedio, un abrigo, un pan dulce. Los pibes, una camiseta de fútbol y una pelota. Las nenas, una muñeca, un vestido. Evita es el guardapolvo del colegio y la silla de ruedas de los inválidos. A evita la quieren hombres y mujeres, viejos y jóvenes. La quieren los inmigrantes y los cabecitas negras. Porque Evita, como dice la propaganda del gobierno, dignifica. Hay que ser jodido para no quererla”.
Ahora sí, retomando 77, quisiera destacar como Sacomanno logra pasar factura sobre los distintos comportamientos sociales ante la dictadura. Porque así es: pasa factura, una y otra vez.
Una factura para algunos de sus colegas: “Entre la humorada y lo siniestro, a la Sociedad Argentina de Escritores se la llamó la Sade feminizando al Divino Marqués. En el país campo de concentración, la Sade juntaba a los gorilas mediocres que respaldaban golpes militares y persecuciones de obreros”.
Otra factura para la cúpula de la Iglesia: “Azucena y Pedro tuvieron un pibe, me contó de Franco. El pibe estudiaba en el industrial. Era el sueño del padre: que fuera al Otto Krause. Pero se metió en política. Primero en el CNU, la derecha peronista. Después se pasó a la izquierda del movimiento. Cuando fue el golpe, Gabrielito militaba en la Columna Norte. Lo chuparon en una casa de Munro. El padre ferretero consiguió una recomendación para ver a un cura en el arzobispado. Azucena y el marido fueron juntos. El cura tenía una lista de nombres. Gabrielito no figuraba. Al despedirse el cura los consoló con un abrazo. No tenían que perder la fe, les dijo. El destino de Gabrielito estaba en manos del Señor. En ese abrazo el matrimonio notó que el cura estaba calzado”.
Y más facturas: para los organismos internacionales. Como por ejemplo, ésta: “Por el país había pasado una funcionaria norteamericana de Derechos Humanos. Propulsores del golpe, de un exterminio rápido de la insurgencia, como lo aconsejó kissinger, ahora los yanquis parecían molestos por la carnicería chapucera de los milicos argentinos. Un escándalo internacional era esta dictadura. Ahora los yanquis amenazaban con quitarle el apoyo”.
Y también para la clase política tradicional: “La subversión estaba aniquilada, decían los diarios. Los milicos informaban que las urnas estaban bien guardadas. Pero los políticos, como si nada, seguían sobándole el lomo a los milicos con la esperanza de un favor”. Por supuesto, también a la política tradicional de izquierda. No a esa nueva izquierda que en esos momentos dejaba el pellejo, al igual que izquierda peronista, en las salas de tortura de los campos de concentración, sino a la otra, a la de la co-existencia pacífica: “El Partido Comunista repudiaba este interés de los yanquis por los derechos humanos. Lo criticaban y rechazaban como una intromisión imperialista más. Sus traiciones eran históricas. Ahora tenían un buen motivo: la dictadura le vendía trigo a la Unión Soviética”.
Pase de facturas que tienen que ver con que ver con una posición estético-política. Tal como remarcó Saccomanno en una entrevista para una revista apenas salió la novela a la calle, lo que más le interesaba trabajar en el libro era la complicidad civil, el vuelco de un sector grande de la sociedad a posiciones reaccionarias.
Como sea, quisiera terminar este recorrido por la narratividad de Guillermo Sacomanno con una frase de 77 que, sospecho, encierra un poco la perspectiva con la que está escrita esta entrega del Folletín:
“Era necesario seguir adelante. Si estaba vivo, me dije, debía resistir. Me gustaba, me sigue gustando el verbo: resistir. Un sobreviviente es alguien que resiste. Salí al balcón. El sol era un milagro…
… Y el mundo sigue andando”.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Decimoséptima entrega: Pocho (II)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

 Decimoséptima entrega: Pocho (II)
El tiempo es olvido… y es memoria, escribió Jorge Luis Borges en “Milonga de Albornoz”. Resulta evidente, en todas y todos los que se colocan de este lado de la barricada, de los que pretenden –de los que pretendemos– hacer de este mundo un lugar deseado de ser habitado, que la memoria es fundamental para los procesos colectivos y, también, para los individuos. Ahora, no parece ser tan evidente cuando se trata del olvido. De hecho, es como que queda condenado de antemano. Los HIJOS, por ejemplo, llevan una condena explícita en su nombre. Hijos por la Identidad y la Justicia, sí, pero también Contra el Olvido y el Silencio. Y no es para menos, si tenemos en cuenta la amnesia propuesta por los conjuradores de los cambios, los apologistas del asesinato y los obturadores de los deseos y anhelos de transformación social. Está claro que la producción de una memoria colectiva contra el refugio personal es una parte indispensable de las batallas libradas y por librar. Pero el olvido también es fundamental. Olvido que suja de un proceso de resimbolización de los hechos traumáticos que hemos vivido como clase, como pueblo, por supuesto, muy diferente de ese olvido que es producto de un ocultamiento de lo que ha pasado.
También a nivel personal cierto olvido se torna fundamental para poder vivir. Pensemos, sino, en Funes, el personaje memorioso del cuento de Borges, que no puede vivir porque no puede olvidar nada, pero nada, de lo que ve, de lo que vive…
Si la memoria colectiva es un campo de batalla, entonces, no hay por qué pensar que a nivel de cada quien no será un proceso similar. Algo de esto me queda claro cuando veo la expresión de Pocho al relatar lo que ha vivido. Más bien, habría que decir, cuando re-vive aquello por lo que ha pasado años, décadas atrás. Parece como que su propio cuerpo se ha transformado, al menos por un instante, en un campo de batalla. No pude olvidar jamás esa expresión en su rostro y su camisa empapada de sudor.
Pocho intenta situarme en cómo era su militancia en zona sur, por aquellos días de 1977. Me cuenta, a modo de ejemplo, dos situaciones que vivieron entonces.
Una: Salíamos siempre después de las 6 de las tarde. El asalto de un coche significaba casi seguro un enfrentamiento militar. De todos modos, el miedo estaba más del lado de ellos que del nuestro. Será por el grado de locura que teníamos, no sé.... Por ejemplo, un día, haciendo un coche en el Dorado, salimos a la Avenida Calchaquí medio derrapando, y encima, nos para el semáforo. En una de esas vemos aparecer, atrás nuestro, un patrullero. Eran dos canas. Los tipos, en vez de seguir, se quedan al lado, mirando. Duritos quedaron los canas, mirando para adelante, todo el tiempo que duró el semáforo en rojo. Ni bien pasa a amarillo, salen, se tiran para la derecha y se van. No querían Lola los tipos. No querían saber nada.
 Dos. Después de la caída del Tata [Sapag], estábamos en emergencia, no teníamos donde vivir, no teníamos guita y entonces hacemos una operación. Alguien nos pasa una información de una distribuidora de vinos que tenía mucha guita. Entonces voy y hago esa operación con tres milicianos que eran de Quilmes. Voy con el coche, los junto, les digo ahí, en el momento, cuál era la operación. Me acuerdo que era mediodía y había que esperar que se vayan los camiones. Después salía un tipo de la empresa con la plata y hacia el depósito. El tipo finalmente sale. La operación la hacemos, sale todo bien. Cuando nos estamos por ir, yo saco la plata, que estaba envuelta en papel de diario y uno de estos pibes –que evidentemente habíamos sacado, incorporado de alguna banda de chorritos– le empieza a refregar el fierro por la cara al tipo. Lo cago a gritos, porque pensé que lo mataba. Nos vamos, finalmente. Ahí yo tenía que llevarlos para el otro lado, pero cuando pasamos Solano, uno de estos pibes dice: “Vamos a un lugar a repartir…”. Le digo que no, que la plata no se reparte. Imaginate, se genera toda una situación. Entonces los hago bajar del auto, mal. Meto la plata dentro de un bolso, les pido los fierros, pero no los querían dejar, obvio. Por suerte los puedo reducir, dejan los fierros, me subo al coche y me voy. Te cuento esto, Marianito, para que te des una idea de cuál era nuestra fuerza. Era plata como para comprar una casa, no la podíamos repartir así, para que cada uno se llevara una tajada. De hecho, esa guita significo mucho en ese momento: fue un gran oxígeno para nosotros.
En ese momento, aclara Pocho, la mitad de las operaciones que realizaban eran militares, porque las situaciones a las que se veían expuestos permanentemente les imponían ese tipo de funcionamiento.
Evidentemente –continúa– nosotros teníamos un nivel que estábamos pasados de vueltas. Había una cuestión de inconciencia, de estar jugados y seguir. Uno tenía una seguridad absoluta, pero pienso ahora que tenía que ver con algún nivel de pire
Está claro que Pocho, como tantos otros, es de los que ven la necesidad de realizar una autocrítica, pero que no implique, necesariamente, invalidar las apuestas de las que participaron. Pone, en ese sentido, un ejemplo sobre la relación militante que se daba entre los hombres y las mujeres. Se acuerda de Taco, ese viejo compañero que venía de las FAP. Me dice que no se acuerda ni su nombre de pila ni cuando pierde. Pero pierde, eso sí.
Pocho me cuenta que la compañera de Taco era más grande de edad que todos ellos, pero era petisita. Y Taco era un cuadro muy militar, y muy machista. Recuerda que había una cosa, histórica, de que a las compañeras no se las hacía participar militarmente para no exponerlas. Y también que por ese tema siempre había reclamos de las compañeras, por todo ese machismo. Recuerdo que una vez tengo que hacer un coche, y voy con la compañera de Taco manejando. Teníamos que encerrar un coche, hacer bajar al tipo y ahí yo me iba con el auto. Nunca los alcanzaba a los coches, porque le costaban los cambios. Hicimos el auto al final, pero a las compañeras le costaba, por falta de práctica nomás


lunes, 2 de mayo de 2011

Decimosexta entrega: Pocho

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimosexta entrega: Pocho

Cuando fui a entrevistar a Pocho, hace ya seis años, hacía unos seis o siete que no lo veía. Hacía tiempo, además, que no sabía nada de él. Sí me enteré, por aquellos días calientes y apasionantes de fines de 2001, que el 20 de diciembre habíamos estado cerca, muy cerca, resistiendo ambos, junto con miles de chicas y muchachos, los embates de las fuerzas represivas que cumplían con el mandato presidencial de Fernando De La Rúa de desalojar la Plaza de Mayo, puesto que reinaba el Estado de Sitio en todo el territorio nacional. Pero no recuerdo haberlo visto y él no recuerda tampoco haberme visto a mí. En fin, al encontrarlo, me sorprendo de verlo igual que cuando lo conocí, allá por el año 96 o 97, cuando él, junto a otros “veteranos”, nos contaban sus experiencias de militancia en los 70 a los más jóvenes, que escuchábamos atentamente sus palabras, con una mezcla de admiración y sorpresa.
Salvo por el lugar y la ropa que lleva, acorde con su nuevo trabajo, está casi igual a como lo recordaba. Siempre con su bigote mostacho, su frente amplia y sus ojos saltones, saludando afectuosamente y con un entusiasmo que expresa en su capacidad de oratoria. Me pide, eso sí, que no aparezca ni su nombre ni referencias hagan evidente que Pocho es él. Si bien ha sido una figura pública de la Tendencia Revolucionaria, de la Juventud Peronista, creo que nunca contó públicamente su paso por la zona sur durante los años de la dictadura. Tampoco su breve estadía en Mendoza.
Por eso hace un rato, mientras lavaba algunos platos que quedaron de la cena de anoche, y luego de haber releído una vez más la desgrabación de la entrevista, me preguntaba cómo hacer para ser fiel a ese “pacto ético” que se estable, sin papeles ni nada, sino así, puramente de palabra, entre entrevistador y entrevistado. Me pregunto ahora cómo hacer para aportar los elementos de importancia que llevan a una mejor comprensión de la historia (de esta historia, al menos) pero que fueron, sin embargo, contados luego de una tajante frase: “apagá el grabador” o de otra más suave, pero con sentido similar: “esto, por favor, no lo pongas”. En fin, ya veremos, tanto en esta entrega como en otras siguientes, como narrar de la mejor manera posible aquello que, necesariamente, tendrá que ser contado a medias.
Según me contó Ramón (que es quien además hizo el contacto para la entrevista) Pocho llega a la zona en 1979. Tengo un punteo en mi libreta, algunas preguntas, pero como para romper el hielo comienzo preguntando algo que sé, o más bien, creía saber. Por eso me sorprendo al escucharlo responder: A fines del 76, cuando le pregunto cuándo había llegado a la zona. Ya tenía destino en sur desde hacía un tiempo, pero había quedado desenganchado. Me cuenta entonces que en Buenos Aires se encuentra con el Nariz, un compañero que era de La Plata y estaba en zona sur.
La historia de El Nariz (Horacio Maggio) es narrada por Miguel Bonasso en su clásico libro Recuerdo de la muerte. Fugado de la ESMA, desde afuera llamaba a los teléfonos del Centro Clandestino de Detención para putear a los milicos. Los volvía locos. Hizo todas las denuncias posibles sobre la situación de los detenidos clandestinamente por la dictadura. Posteriormente, según algunas versiones, fue acorralado por una patota en una obra en construcción y se defendió a ladrillazos hasta que lo mataron.
Es “Nariz con pelo” quien le dice a Pocho que vaya directamente a su destino, porque hacía poco tiempo atrás (en octubre de 1976, como se podrá leer más detenidamente en alguna próxima entrega de este Folletín digital), se había producido la caída trágica denominada “las citas nacionales”, y entonces, aprovechando que Pocho tenía militando en la zona tanto a su cuñada como a su cuñado, Nariz le insiste que, para evitar que su cita pase por la Conducción Nacional, se vaya directo a sur, disminuyendo así los riesgos de una eventual filtración de la información, y una probable futura caída en manos del enemigo.
Así, a través de sus cuñados, Pocho logra “engancharse” en la zona, y queda en un encuentro con el flaco Palito. Empezamos mal en sur –relata Pocho–. Voy a una cita con él, que ya tenía preestablecida. Era una cita en la calle Acha, que era de tierra, según recuerdo. Y cuando estábamos caminando por esa calle, vemos venir un coche en sentido contrario. Entonces Palito me dice: “Ese es mi jefe”. Era su responsable, que evidentemente estaba chupado. El compañero nos mira, desde adentro del auto, pero no nos canta.
Mientras habla, Pocho empieza a traspirar. Como no me siento con calor lo miro a Claudio, un periodista amigo que me acompaña en algunas de las entrevistas. Él tampoco parece tener calor. Pocho se seca la frente con un pañuelo y sigue:
Fue una situación de emergencia que se da… Así empiezo en sur. A los quince días, eso sí, logramos tener una reunión con el jefe de la columna, que era entonces el Tata Sapag. Ya en ese momento lo único que quedaba en zona sur era la estructura militar y un poco de prensa. Había dos pelotones que estaban en Sur II, y dos o tres pelotones en Sur I. En Sur II estaba a cargo Taco, un compañero al que apodaban así porque venía de las FAP [Fuerzas Armadas Peronistas] Y había estado en Taco Ralo [Campamento de guerrilla rural instalado por las FAP en la provincia de Tucumán. Todos sus integrantes fueron detenidos en 1968, al poco tiempo de instalado el foco]. Un viejo compañero de la Orga.
   Pocho cuenta que entonces la línea operacional que habían adoptado tenía que ver, por un lado, con el fortalecimiento del laburo sindical y territorial, y por el otro,  golpear a las fuerzas represivas.
En los barrios laburábamos con el mismo criterio que en las fábricas: les hacíamos llegar material a los referentes políticos y, por otro lado, el trabajo más de prensa, que lo hacia la estructura militar, porque en esa época repartir volantes significaba una operación militar. Mantuvimos mucho el laburo político en Florencio Varela, y en Quilmes, especialmente en La Cañada. Las operaciones político-militares tenían que ver siempre con las fábricas. Hubo operaciones en la papelera, porque estaban entregando compañeros. Y en Peugeot. Lo que se hacía en ese momento eran operaciones de propaganda, ir a las puertas de las fabricas a repartir volantes, era propaganda armada, porque iban un par de pelotones con fierros, se iba de madrugada. Una cosa muy elemental que tenía que ver con la necesidad de manifestar que había resistencia armada y que esa resistencia tenía que ver con los intereses de los trabajadores