domingo, 15 de mayo de 2011

La narrativa de Guillermo Saccomanno

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL



II- 77: Peronismo Montonero

 Decimoséptima entrega: Literatura y dictadura (III)
 La narrativa de Guillermo Saccomanno

Con 77 (2008), Guillermo Saccomanno cierra su trilogía de novelas: La lengua del Malón (2003) y El amor argentino (2004), cuyo protagonista es el profesor Gómez. En 1977 Gómez enseña Literatura Argentina en un colegio secundario. Es un “cincuentón que está de vuelta”. Es cabecita negra. Es puto. Es casi peronista. En el país de la Sociedad rural todos somos ganado que avanza hacia el matadero –dice Gómez–. En ese país en el que los militares han vuelto sospechoso lo cotidiano y transformado al prójimo en alcahuete, todos somos sospechosos, pero también alcahuetes en potencia.
Cabría preguntarse aquí si realmente todos eran sospechosos, o si la sospecha recaía sobre un sector de la población, masivo sí, pero que sólo era posible de ser sospechado por el aval que otro sector civil prestaba a los militares. Pilar Calveiro señala, en su ya citado libro Poder y desaparición…, que si bien las responsabilidades, la trama que teje la historia, no son homogéneas, en nuestro país, han sido tanto los civiles como los militares quienes han tejido la trama del poder. “Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad”. Por eso, no ve al Proceso de Reorganización Nacional como una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad y su historia, sino que “forma parte de su trama, está unido a ella y arraigada en su modalidad y las características del poder establecido” (pp. 10-27).
De todos modos, no quiero apartarme de las novelas de Saccomanno, y de 77 en particular. Publicada luego de que realizara todas las entrevistas a los montoneros silvestres, no tuve oportunidad de preguntarles luego, a los entrevistados, si la habían leído. Pero no importa: pueden tomarse estas líneas como una digresión, una suerte de intromisión del narrador en estas historias cuyo protagonista son las mujeres y hombres que resistieron a la dictadura militar.
Estábamos, entonces, en que el profesor Gómez enseña Literatura Argentina en un colegio secundario. Allí comparte sus días con sus alumnos, pero también con sus colegas, esos docentes que van a la sala de profesores a tomar mate cocido sólo después de haber comido (solos y a escondidas) las cosas ricas que han llevado. Y es allí, en el colegio, donde se transforma en testigo obligado del secuestro de esteban Echagüe, uno de sus alumnos que es “arrancado” de la clase que da sobre Facundo, de Sarmiento (enseñado desde Hernández Arregui). Según nos cuenta Saccomanno, el profesor Gómez era especialista en literatura inglesa, pero acorde con los tiempos de anticolonialismo que agitaban al país durante los primeros años de la década del 70, se había pasado a la literatura nacional. Había pasado a preguntarse (y preguntarle a sus estudiantes), qué definía lo nacional. Y a recorrer los lugares escindidos por la barricada que separaba los bandos que, desde Sarmiento, se denominaban como civilización y como barbarie. Conversando en torno a esas preguntas estaban cuando la patota irrumpió (“de civil. Calzados”) en la clase. “Los tipos se le fueron al humo. Le abrieron la boca. Lo agarraron a culatazos, lo arrastraron a través del patio. La sangre quedó en las baldosas. Así se lo Llevaron”.
Por supuesto, a excepción de la sistematización del dispositivo del secuestro, estas condiciones de violencia estaban instaladas desde hacía largo tiempo en el seno de la cultura militar argentina –como supo destacar Oscar Terán en su artículo “La década del 70: la violencia de las ideas”– junto con las prácticas de cuartel violatorias del respeto humano y aceptadas socialmente (Revista Lucha armada en la Argentina N° 5). Y Sacomanno no sólo que lo sabe, sino que ha sido capaz de narrar esas prácticas de manera magistral. Así, en Bajo bandera, novela situada en un cuartel del sur del país, en el año 1969, se cuenta aquello que ya todos sabían pero daban por sentado que era inmodificable: los castigos y las humillaciones a los que eran expuestos –junto con el hambre y el frío– esos muchachos que durante un año o más, eran reducidos a objetos que Corrían, Limpiaban y Barrían para beneplácito de sus verdugos. Violencia militar también presente en la secuencia de esta trilogía.
Recordemos que esta historia comienza cuando, en La lengua del malón, el profesor Gómez ve morir a su amiga Lía, junto a Delia, su amante. Lía es lesbiana, izquierdista y judía, además de poeta y periodista de La Nación. Delia –obviamente, también lesbiana– es escritora (autora de la inconclusa novela La lengua del malón, cuyos manuscritos conservará el profesor Gómez), sí, pero también la mujer de un capitán golpista, que conspira contra el gobierno de Perón (el hijo de Delia y el Capitán gorila, será un joven militante que se integrará a la guerrilla a mediados de los 70). Las ve morir en aquella tarde de junio de 1955, cuando los militares bombardeen la Plaza de Mayo: son los prolegómenos de la Revolución Fusiladora de Aramburu y Rojas.
En El amor argentino, situada en enero de 1959, el profesor Gómez, que deambula por la vida investigando un supuesto amorío entre Roberto Arlt y Eva Duarte (antes de que se transformara en Evita, en la mujer del Coronel Perón, en la abanderada de los humildes), decía, el profesor Gómez se topa con Roberto, no Arlt, por supuesto, sino un obrero de la carne, un activista sindical que protagonizará la emblemática toma del Frigorífico Lisandro de la Torre, en el barrio porteño de Mataderos. Un prole de quien el profesor Gómez va a enamorarse.
El cuarto de siglo más conflictivo, convulsivo y políticamente más productivo del siglo XX en nuestro país, es abordado por Saccomanno como materia prima de sus ficciones. No son, sin embargo, “novelas históricas”. Es en La lengua del malón donde aparecen algunas reflexiones en torno a la narrativa literaria y la historia socio-política. Veamos:
“… lo mío, en todo caso, es pasión por la verdad histórica. La memoria de una patria clandestina, sumergida. Me gusta pensar mis papeles como sábanas que algún día habrán de exhibirse en un balcón, como se acostumbraba antes, después de la noche de bodas: mostrarle al vecindario la sábana manchada de sangre virgen. Todas las páginas de nuestro pasado, sábanas ensangrentadas. Una metáfora: la patria es la novia ensangrentada, desvirgada en una violación”.
Saccomanno se inscribe así en el legado literario inaugurado por David Viñas, para quien la literatura argentina comienza con una violación, es decir que, con El matadero, de Esteban Echeverría, se inaugura en nuestras letras la marca de la violencia sobre el cuerpo textual, sobre el lenguaje, pero también, sobre los cuerpos de carne y hueso.
El peronismo en la resistencia, por supuesto, atraviesa todas estas historias.  Y también el peronismo en el gobierno, que estará presente en otras de sus novelas: El buen dolor (1999) y El pibe (2006). En el primero, el protagonista cuenta que su padre puteaba por lo bajo y apagaba la radio cuando escuchaba hablar a Perón, a quien llamaba El Tirano. Es que este sastre anarquista, que había estudiado periodismo en su juventud, ahora (se refiere a la década del 50) se veía obligado a no ejercer el oficio, producto de su negativa a afiliarse al Partido Justicialista. En el segundo, igualmente situado en Mataderos, también la política se mezcla con el sexo y con lo prohibido: en este caso, el terror del Pibe de ser “marica”. Aquí el padre del protagonista también es antiperonista, porque es socialista (como el padre del autor) y la madre (a quien él llama “compañera”, a pesar de que no quiere que ella salga a trabajar) simpatiza con Evita. De allí que él la acuse de “haber votado al tirano”, en las elecciones en las que la mujer ha votado por primera vez en la historia nacional. El peronismo, eso sí, es presentado en esta novela desde la mirada de un niño, un muchachito en realidad, que puede discernir ya entre lo que ve y lo que escucha. Un pibe que es capaz de pensar:
“Todos en el barrio le deben algo a Evita. Todos menos nosotros, que por mi padre somos una familia contrera. Los grandes le deben un trabajo, un remedio, un abrigo, un pan dulce. Los pibes, una camiseta de fútbol y una pelota. Las nenas, una muñeca, un vestido. Evita es el guardapolvo del colegio y la silla de ruedas de los inválidos. A evita la quieren hombres y mujeres, viejos y jóvenes. La quieren los inmigrantes y los cabecitas negras. Porque Evita, como dice la propaganda del gobierno, dignifica. Hay que ser jodido para no quererla”.
Ahora sí, retomando 77, quisiera destacar como Sacomanno logra pasar factura sobre los distintos comportamientos sociales ante la dictadura. Porque así es: pasa factura, una y otra vez.
Una factura para algunos de sus colegas: “Entre la humorada y lo siniestro, a la Sociedad Argentina de Escritores se la llamó la Sade feminizando al Divino Marqués. En el país campo de concentración, la Sade juntaba a los gorilas mediocres que respaldaban golpes militares y persecuciones de obreros”.
Otra factura para la cúpula de la Iglesia: “Azucena y Pedro tuvieron un pibe, me contó de Franco. El pibe estudiaba en el industrial. Era el sueño del padre: que fuera al Otto Krause. Pero se metió en política. Primero en el CNU, la derecha peronista. Después se pasó a la izquierda del movimiento. Cuando fue el golpe, Gabrielito militaba en la Columna Norte. Lo chuparon en una casa de Munro. El padre ferretero consiguió una recomendación para ver a un cura en el arzobispado. Azucena y el marido fueron juntos. El cura tenía una lista de nombres. Gabrielito no figuraba. Al despedirse el cura los consoló con un abrazo. No tenían que perder la fe, les dijo. El destino de Gabrielito estaba en manos del Señor. En ese abrazo el matrimonio notó que el cura estaba calzado”.
Y más facturas: para los organismos internacionales. Como por ejemplo, ésta: “Por el país había pasado una funcionaria norteamericana de Derechos Humanos. Propulsores del golpe, de un exterminio rápido de la insurgencia, como lo aconsejó kissinger, ahora los yanquis parecían molestos por la carnicería chapucera de los milicos argentinos. Un escándalo internacional era esta dictadura. Ahora los yanquis amenazaban con quitarle el apoyo”.
Y también para la clase política tradicional: “La subversión estaba aniquilada, decían los diarios. Los milicos informaban que las urnas estaban bien guardadas. Pero los políticos, como si nada, seguían sobándole el lomo a los milicos con la esperanza de un favor”. Por supuesto, también a la política tradicional de izquierda. No a esa nueva izquierda que en esos momentos dejaba el pellejo, al igual que izquierda peronista, en las salas de tortura de los campos de concentración, sino a la otra, a la de la co-existencia pacífica: “El Partido Comunista repudiaba este interés de los yanquis por los derechos humanos. Lo criticaban y rechazaban como una intromisión imperialista más. Sus traiciones eran históricas. Ahora tenían un buen motivo: la dictadura le vendía trigo a la Unión Soviética”.
Pase de facturas que tienen que ver con que ver con una posición estético-política. Tal como remarcó Saccomanno en una entrevista para una revista apenas salió la novela a la calle, lo que más le interesaba trabajar en el libro era la complicidad civil, el vuelco de un sector grande de la sociedad a posiciones reaccionarias.
Como sea, quisiera terminar este recorrido por la narratividad de Guillermo Sacomanno con una frase de 77 que, sospecho, encierra un poco la perspectiva con la que está escrita esta entrega del Folletín:
“Era necesario seguir adelante. Si estaba vivo, me dije, debía resistir. Me gustaba, me sigue gustando el verbo: resistir. Un sobreviviente es alguien que resiste. Salí al balcón. El sol era un milagro…
… Y el mundo sigue andando”.

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