Durante
la primera quincena de enero de 1977 María y Lucho se fueron a Mar del Plata. Fueron las últimas vacaciones que pasaron juntos. En medio
del terror que imponía la dictadura, ambos se dieron tregua para disfrutar unos
días del sol, de la playa, de la distención y del cariño sobre el que toda
pareja, militante o no, edifica su historia de amor.
Como casi
todo en esos meses, en esas semanas, toda tranquilidad se desvanecía
rápidamente en el aire. A los tres días de haber regresado de sus vacaciones –el 19 de enero de 1977– María y
Lucho se enteran que Mario había caído en la puerta de una
clínica de Lanús. Evidentemente, la cita que iba a cubrir con alguien del sector
de Sanidad de la Zona Norte estaba cantada.
Para cuando Mario se da cuenta de que hay ciertos
movimientos raros en la cuadra, ya es tarde. Por eso al ver que no tiene
escapatoria se toma la pastilla de cianuro y se tira debajo de un auto. Los
militares, ya alertados del procedimiento, se abalanzan sobre él, lo sacan y lo
meten inmediatamente adentro de la clínica, para hacerle un lavaje de estómago,
intentando en vano mantenerlo con vida.
Su muerte fue un duro golpe para María y para
Lucho, porque además de compañero Mario era un vecino y un amigo.
Mario Aníbal Bardi se había criado en Temperley, en una casa ubicada en las cercanías de la estación del
ferrocarril. Si bien de derecha, la vocación de debate político de su padre lo
fue familiarizando desde temprana edad en las discusiones en torno al posible
destino del país. Al igual que su padre, también, Mario siguió los caminos de
la medicina, aunque no los de la odontología. Antes de su incorporación a
Montoneros, había tenido un paso por la Acción Católica. Un paso breve, ya que
la Juventud Peronista ejerció sobre él una atracción que le resultó
irresistible.
Ni bien
se enteraron de la caída de Mario todos decidieron mudarse: Teresa, Lucho,
María y sus dos hijos. Al final no pasó
nada, nadie nos vino a buscar, comenta María más de
tres décadas de ocurridos los hechos. Pero por precaución no quisieron regresar
a sus antiguos domicilios. Así que allí comenzó, para ellos, un largo
peregrinar. Empezaron a yirar de un lado para el otro. Unos días en la casa de
unos compañeros en Adrogué, una semana en una obra en construcción, hasta que
–provisoriamente– consiguieron que un señor les alquilara en Solano una casa
por 15 días, al menos para guardar sus cosas. Una casa que estaba destruida, recuerda María. Fue entonces cuando Lucho
comenzó a moverse por la zona. Hasta que de tanto ir y venir, preguntando por
aquí y por allá, consiguió que un viejo –que
tenía un kiosco sobre la calle Pasco– le vendiera un terrenito, muy barato –porque no tenía papeles ni nada–. Allí,
en tan sólo una semana, Lucho armó la base para poner una casilla.
Así fue como justo una semana antes del primer
aniversario del golpe, el 17 de marzo de 1977, Lucho partió en un camión, en
dirección al terreno donde había conseguido que le vendieran esa casilla usada.
A María le encantaba ver a Lucho moverse así, de acá para allá, resolviendo
siempre todo problema que se les presentara. Pero también le daba miedo, ya que era un tipo muy conocido. Había sido el responsable de la JP en toda la Zona Sur y dirigente
del Partido Peronista Auténtico (PPA) de Quilmes. Su
cara, en primera plana, había salido fotografiada alguna vez en la revista El descamisado. Había hablado en actos
locales en más de una oportunidad. Infinidad de reuniones habían contado con su
presencia.
Por eso ni bien la “patota” que
recorría la zona aquel día lo vio, lo reconoció. Según pudo saberse luego, las
cosas sucedieron más o menos así:
El conductor pega una frenada en medio de la
avenida Pasco. Cuatro tipos se bajan para reducirlo, pero no pueden. Así,
pelado como estaba, sin armas, Lucho pelea como un toro salvaje: a las patas
limpias, y a las piñas nomás… y logra zafar. Empieza a correr, pero enseguida
siente las balas de ametralladora atravesándole la espalda.
Desde hacía 4 años que estaba junto a María. Se
habían conocido en un acto en el Luna Park, en 1973. Desde entonces unieron sus
vidas con fervorosa pasión. “¡Vivan los Montoneros, carajo!”, fueron las
últimas palabras que Lucho pronunció. Aunque en ese momento ni María, ni
Teresa, ni ninguno de sus compañeros pudieran escucharlas, él las gritó igual.
Fue su forma de enfrentar a esos verdugos que ni siquiera pudieron matarlo
mirándolo a los ojos.
Ricardo Miguel Ángel Morello, Lucho, había dado sus primeros pasos en la
militancia junto a los cristianos enrolados en la Teología de la Liberación.
Luego, y antes de incorporarse a Montoneros, tuvo un breve paso por las Fuerzas
Armadas Peronistas. Cuando lo mataron y
desaparecieron, por la forma de vestirse, en parte, y por la música que
escuchaba –como tantos durante esos años– parecía un tipo más grande de lo que
en realidad era. Un hombre totalmente
adulto, recuerda María. Pero tenía apenas 33 años. No usaba vaqueros sino
pantalón de vestir, y era un gran admirador de Carlos de la Púa.
(Recién en 1991 sus restos fueron
hallados como NN en un cementerio de Lomas de Zamora e identificados por el
Equipo de Antropología Forense. Así que casi una década y media tuvo que
esperar María para saber dónde estaban los restos de su compañero, y poder
exhumarlos y sepultarlos. Siempre que
vuelvo a pasar por el lugar donde lo secuestraron no puedo evitar que me sigua
produciendo dolor. No sé si hice el duelo, no sé qué es hacer el duelo. Porque
hay cosas que no se cierran nunca).