domingo, 8 de junio de 2014

Montoneros silvestres, el libro

Prólogo de Roberto Baschetti



El adjetivo «silvestre» tiene un solo significado en el diccionario, y hace referencia a lo que se cría naturalmente y sin cultivo en selvas o campos. En el caso que nos atañe, coincidencia o no, puede referirse a un campo muy particular como lo es el campo nacional, popular y revolucionario.
Roberto Cirilo Perdía fue miembro de la Conducción Nacional de Montoneros. «En febrero del 70 nos reunimos en Córdoba compañeros de esa provincia, Buenos Aires, Santa Fe, Tucumán, Salta. Allí decidimos avanzar en la constitución de una organización nacional (…) Acordamos discutir que su nombre fuera “Montoneros”. Un ex seminarista participante de la reunión, el “Negro” Orlando Montero, dejó asentado sobre un pizarrón ese nombre escrito (…) El nombre reunía una serie de condiciones que hacían muy fácil la elección. Se correspondía con el revisionismo que acompañaba toda nuestra actividad. Significaba recuperar nuestras tradiciones épicas y los méritos del hombre criollo en procura de darle independencia a la Nación y retomar las banderas de una práctica federalista (…) Preferíamos optar por una denominación que naciera de la propia experiencia, que recogiera la memoria histórica y la cultura de nuestro pueblo. Las montoneras del siglo XIX nos daban el nombre que buscábamos». Estamos ante un caso fundacional de montonerismo silvestre, que se estaba pariendo —nada menos— que en las entrañas de una dictadura militar. Muy pocos lo sabían, solamente los iniciados en la propuesta. Hicieron historia.
«Juanjo» Vitiello pasará a la historia sin saberlo. Por montonero y por silvestre. Observó, exprimió su pensamiento, hizo deducciones, solucionó el problema. Me dice, luego de veinte años de los hechos: «De algo me ha servido pasar dos años y medio en el Politécnico y ser pésimo alumno de dibujo técnico. Yo recitaba de memoria: “La elipse es una curva plana, cerrada, simétrica, en la que se verifica que la distancia de uno cualquiera de sus puntos a otros dos fijos llamados focos es igual y constante al eje mayor”. Si no existiese la elipse no existirían las estaciones. La órbita circular haría de la Tierra una esfera con sitios de permanente invierno y de permanente verano. La Plaza de San Pedro en Roma es elíptica. Los focos están marcados por dos placas redondas de bronce. Si uno se para en cualquiera de ambos, y recorre con la mirada las columnatas que vendrían a ser el trazo de la elipse, ya no se ven tres columnas (así está compuesta la galería) sino sólo una. ¿No es perfecto?
En octubre de 1973 había que hacer una bandera. La más grande que se pudiera. Había un acto en Córdoba. La mesa de trabajo era la calzada entera de una calle cortada. Letra negra y rectilínea y pincel ancho, como correspondía a convicciones tan lineales y modos tan expansivos. Todos aportaban algo. Llegó el momento de los distintivos. ¿Cómo se hace la Estrella Federal? A brillar mi amor, hubiera dicho el Indio Solari, el de los Redondos. Dije: ocho puntas, hay que hacer un octógono. ¿Con qué? Algo redondo, trazamos, metemos dos cuadrados. Salió bien. A pintarla de rojo.
Ahora hay que hacer el escudo. Es como un huevo dijo uno. No, aseguré, un huevo se hace con un semicírculo y una parábola. Es una elipse, afirmé seguro. ¿Y cómo se hace? Dije: las damas mendocinas lo hicieron con una fuente, pero nosotros no tenemos. Hay que hacer la elipse del jardinero. Todos me miraron: ¿¿…?? Los jardineros hacen los almácigos circulares y elípticos con la sola ayuda de un hilo, estacas y alguna madera como regla. Siguiendo la definición que se me grabó de tanto aplazo, tomé la regla, tracé los ejes sobre un cartón que serviría de molde, clavé un clavo en cada uno de los que serían los focos, los uní con un hilo que sería “la distancia de uno cualquiera de sus puntos a otros dos…”, puse un lápiz estirando el hilo y, llevándolo por el ineluctable recorrido de todas las curvas regulares, hice aparecer una elipse. Creo que nunca he hecho nada más concreto en mi vida para hacerme admirar un ratito. Alguien con buena mano dibujó dentro del escudo una V corta formada por un Fal y una Tacuara con una P en el medio, suspendida y siguiendo el borde de la elipse se escribió: “Perón o Muerte — Viva la Patria”. Los demás terminaban los retoques de las grandes letras que decían ostensiblemente, en mayúsculas: MONTONEROS».
Valgan estos dos ejemplos, estos dos relatos de militantes, para introducirnos en este libro de investigación de Mariano Pacheco que me ha privilegiado con el honor de prologarlo. Y que reúne varios méritos. El primero y principal surge de la voluntad del autor de recuperar una historia que aparecía fragmentada, perdida, olvidada, desconocida. ¿Quién podía suponer que un conjunto de militantes montoneros pudo hacer pie en el Sur del Conurbano Bonaerense en el medio de la más feroz dictadura cívico-militar que padecimos los argentinos en toda nuestra historia? Y que presentó resistencia y combate. Y que no pudieron ser destruidos en su totalidad por las fuerzas represivas que los centuplicaban en número.
Y a partir de esa resistencia, el relato de Pacheco nos muestra facetas desconocidas u ocultas adrede por la historia oficial. Como bien dice en su relato: «Que la clase trabajadora se hubiera demorado tres años en protagonizar una primera jornada nacional de protesta no significa que no hubiera luchado durante todo ese período. De hecho, la resistencia al régimen comenzó el mismo 24 de marzo de 1976. Aún en repliegue, los obreros aprendieron a ensayar nuevos métodos de protesta y a recuperar otros viejos. Profundizó como nunca su odio de clase y hasta protagonizó huelgas parciales y tomas de establecimientos laborales». Para luego explicitar en la microhistoria que lleva adelante que «cuando Pepe habla, parece contradecir la mirada típica que suele tenerse sobre esos años. Y plantea que aún hasta fines de 1978, ellos lograron tener apoyo de un sector de la población de los barrios de la Zona Sur del Conurbano. Sobre todo de los sectores más humildes, aclara. Y comenta que haciendo los recorridos casa por casa para entregarles a los vecinos un volante, una revista o un boletín sindical, se topaban con gente que les advertía dónde vivían policías o militares. Y también de quiénes tenían un dudoso vínculo con personal de las fuerzas de seguridad. Así contactamos delegados de Peugeot y de Alpargatas quienes, lejos de alejarse, nos abrían las puertas de sus casas para hacer reuniones con sus compañeros de trabajo más politizados. Había miedo, sí, pero también bronca por la situación que se vivía». Los cuatro mil conflictos gremiales registrados durante el año 1978 avalan la cita precedente. Y si alguna duda cabe de lo que se asevera en el párrafo anterior, unas páginas más adelante en su relato, cuando se refiere al «Negro» Gonzalo Chaves, menciona sobre este: «Para su sorpresa, los conflictos obreros —en la mayoría de los casos de baja intensidad— se mantenían casi de manera permanente. Y en algunos lugares como en Alpargatas, las obreras confeccionaban y repartían volantes con la firma de Montoneros».
Y Mariano Pacheco también deja claro que el lógico miedo al terror que desplegaba permanentemente la dictadura no impedía la solidaridad del pueblo peronista con los jóvenes montoneros. Así se desprende fehacientemente de las palabras de su entrevistado Eusebio: «Resulta que un día Alba, la madre de Juan Carlos, entra a la casa y me encuentra manipulando un arma. Era terrible, podía implicar tener que declarar la emergencia y levantar la casa, renunciar al trabajo, borrarse de la zona. Pero no. Por ese olfato que solían tener las doñas peronistas, Alba se dio cuenta que no éramos chorros. Así que lejos de ponerlos en emergencia, la “vieja peronista” les dio oxígeno. Alba les presentó a su hijo, además. Y éste, Juan Carlos, se incorporó inmediatamente al pelotón que Eusebio componía junto con Noelia. Pero eso no fue todo, explica Eusebio. La vieja iba y rompía las “pinzas”, para ver qué información nos podía traer: nos contaba cuántos efectivos había, chusmeaba todo lo que podía, venía y nos contaba. Una maravilla, doña Alba…».
Y sobre los Montoneros de la zona: ¿qué? Mariano Pacheco, a lo largo del relato que conforma un libro imprescindible para entender lo que pasó en un pasado reciente —oscuro, inasible, oculto—, explica también con palabras acordes qué era lo que movía a tantos jóvenes a resistir, desde una organización político-militar, a la descarada entrega de nuestra nación. En boca del resistente Ramón pone la definición justa: «Yo entendía que la gente estaba asustada, pero estaba convencido, también, de que el pueblo nos quería, nos respetaba, porque éramos los únicos que resistíamos». Y agrego yo que nadie se entregaba vivo, se resistía sí o sí; no por una cuestión de militarismo, sino porque la combatividad era lo último que podía perderse, porque si caías vivo te cortaban en pedacitos. Y de esta frase, que no es una licencia lunfarda ni mucho menos, puede dar fe el compañero Víctor Hugo Díaz (Beto) —presente en el libro de Pacheco por su accionar y su fuga cinematográfica— (se escapó del Regimiento 3 de Infantería de La Tablada, donde estaba secuestrado), y que le aclara al autor: «Nosotros éramos un grupo que era del territorio, conocíamos más la zona que el enemigo y tratamos de hacer de eso el eje de la resistencia». Y para ello contaron con todos los pocos medios que tenían a su alcance. Aprovechando al máximo las ventajas relativas que podían obtener o sacar de objetos que a simple vista no parecían aptos para resistir. Siempre con una cuota de creatividad e ingenio que solamente puede provenir del pueblo peronista. Afirma Pacheco que así fue como «la bicicleta se transformó en un elemento central de la resistencia montonera en la zona. Era típico ver laburantes ir y venir en bicicleta. Entonces ellos, aprovechando el conocimiento del terreno, suplantaron al automóvil, al aparato, por el funcionamiento de pequeños grupos de tres militantes que se trasladaban en bicicleta: para hacer pintadas, repartir volantes, colgar “gancheras” en las paradas de colectivo, hacer inteligencia sobre barrios donde vivieran empresarios o militares y sobre las fuerzas represivas de la zona». Y Beto, citado con anterioridad, apuntala lo dicho: «Hasta operativos militares llegamos a hacer en bicicletas. Los compañeros tapaban los fusiles FAL con bolsas de nylon negras, y en la punta le ponían un cepillo. Quedábamos como pintores que se dirigían a sus trabajos con sus herramientas a cuestas».
Espíritus rebeldes, indomables y antidictatoriales peleando por sus principios contra la fuerza bruta hubo siempre y seguramente los seguirá habiendo, porque esa lucha y ese enfrentamiento están implícitos en la historia de la propia humanidad.
Sólo basta repasar, en el siglo XX, las luchas populares contra el franquismo y el nazismo. Recordar a los cientos de luchadores de la República Española que, caída la misma, se refugiaron en bosques y montañas para seguir combatiendo a la ignorancia, a la brutalidad y al oscurantismo franquista hasta 1952. O mencionar al general y héroe de la Unión Soviética, Iván Vasilyevich Panfilov, que en noviembre de 1941, al mando de una división de infantería durante la Batalla de Moscú, defiende con éxito el sitio y con sólo 28 soldados a su mando (de los que solamente sobreviven tres luego de siete días de combates) logra la proeza de destruir 18 tanques Panzer y detener y luego contraatacar con éxito a la hasta por entonces indestructible maquinaria bélica nazi. En esta vertiente de heroísmo y entrega sin límites a lo largo de la historia reciente debe adicionarse, sumarse, reconocerse, la resistencia montonera contra la oligarquía vernácula y el imperialismo yanqui llevada a cabo a partir de 1976 y obviamente, del mismo modo, contra su brazo represivo y de choque, la Policía y las Fuerzas Armadas. El libro de Mariano Pacheco es fundamental para tal fin.
Resta despedirme con las palabras que el combatiente guerrillero checo Julius Fucik, en lucha contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, dejó inmortalizadas en su libro Reportaje al pie de la horca; palabras que no dudo Mariano Pacheco también hará suyas. Allí escribe: «Sólo les pido una cosa. Los que sobrevivan a esta época no olviden. No olviden a los buenos ni a los malos. Reúnan con paciencia testimonios de los que han caído por sí y por ustedes. Un día, el hoy pertenecerá al pasado y se hablará de una gran época y de los héroes anónimos que han hecho historia. Quisiera que todo el mundo supiese que no ha habido héroes anónimos. Eran personas con su nombre, su rostro, sus anhelos y sus esperanzas, y el dolor del último de los últimos no ha sido menor que el del primero, cuyo nombre perdura. Yo quisiera que todos ellos estuviesen cerca de ustedes, como miembros de su familia, como ustedes mismos».