sábado, 26 de marzo de 2011

Cuerpo a cuerpo, de David Viñas... y los Montoneros Silvestres

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimosegunda entrega: Literatura y dictadura (II)

Cuando en 1979 Siglo XXI editores publicó Cuerpo a cuerpo, de David Viñas, ni Ramón, ni Hugo Beto Díaz, ni Graciela Viky Daleo –que partía al exilio tras un encierro forzado en la ESMA–, ni ninguno de los montoneros silvestres supo de su existencia. Tal vez, después de varios años, algunos de ellos lo hayan leído, aunque éste no ha sido de los libros más difundidos del autor. Más bien todo lo contrario: podría decirse que Cuerpo a cuerpo es uno de los tantos grandes textos olvidados de la literatura argentina.
Impresa en México D.F, escrita en el largo exilio, esta novela no trata, sin embargo, sobre el exilio. Tal como puede leerse en la contratapa de la primera edición, esta novela surge, eso sí, de la pasión, del horror, de la ira del exilio. Es un intento desesperado por dar cuenta de un tiempo desgarrado por el sin tiempo que se vive en los campos clandestinos de detención-exterminio que, desde el 24 de marzo de 1976, funcionan sistemáticamente en el país.
Tal vez podamos pensar Cuerpo a Cuerpo como una novela post-sartreana. Y esto, en un doble sentido. Por un lado, porque se encuentra un paso más allá de las “retotalizaciones” del Jean Paul Sartre de la Crítica de la razón dialéctica –a las que el propio Viñas adscribió durante años–, ya que la construcción formal de este texto se caracteriza por los fragmentos constitutivos de cada parte y por los nuevos sentidos que adquieren a partir de lo que Aníbal Jarkowski denominó “cocedura por la sintaxis”. Por otra lado, decía, la novela es post-sartreana porque –habiendo comprendido y encarnado el “compromiso” de la escritura– Viñas, como decenas de intelectuales en la época, se lanzaron a la batalla, siguiendo los postulados del Sartre de ¿Qué es la literatura? Se han lanzado a la batalla y han sido aplastados, junto a decenas de trabajadores, profesionales y estudiantes –en su gran mayoría jóvenes, como el propio hijo y la nuera de Viñas– por el poder terrorista del Estado.
¿Cómo situarse entonces? ¿Qué hacer luego de un período de luchas populares como el experimentado por los sectores populares en nuestro país entre 1969 y 1976? Francisco Paco Urondo, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Roberto Santoro (por nombrar sólo a los más reconocidos, a los de mayor cercanía con el autor, en fin, a algunos de aquellos que figuran en la larga lista de detenidos-desaparecidos por razones políticas), ellos –decía– decidieron volcar su escritura primero y su propio cuerpo después, junto a los trabajadores, junto a las luchas del pueblo por su liberación. Aun tomando las armas –como también el propio Sartre había advertido que en determinadas circunstancias sucedería–. Las consecuencias son conocidas. Muchos de ellos (como Walsh, Urondo y el propio Viñas), además, tuvieron que soportar ver cómo le arrancaban la vida a las generaciones más jóvenes.
A pesar del dolor, del exilio, quienes sobrevivieron al horror (al terror), continuaron escribiendo. Los poemas de Juan Gelman (miembro del Movimiento Peronista Montonero, lanzado en Roma en abril de 1977), reunidos en Hechos, Notas, Carta abierta, Si dulcemente, Comentarios y Citas, son un claro ejemplo de confluencia de la pluma y de la espada.

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Aníbal Jarkowski (“sobrevivientes en una guerra: enviando tarjetas postales”), ha sido uno de los pocos críticos que se ha detenido en un análisis minucioso sobre este libro. Ha calificado esta novela dentro de lo que se denomina como “ficciones beligerantes”. Dice: “Cuerpo a Cuerpo, posicionada junto con las víctimas, no se aplica a representarlas en su muerte; sino que, desde un lugar de sobrevivencia, insiste en agraviar al enemigo reconstruyéndolo material, minuciosa, obsesivamente, en la certidumbre de que esa reconstrucción de la verdad del adversario será el más eficaz y necesario uso de la ficción. Es su forma de participación en aquel momento de la guerra que atraviesa y define a la sociedad argentina” (p. 24).
Así como Cuerpo a cuerpo no admite ser clasificada como novela del exilio, a pesar de haber sido escrita en el exilio, tampoco es posible inscribirla dentro de las novelas fragmentarias, a pesar de que Viñas apeló, para su construcción, a una modalidad fragmentaria. Cuerpo a cuerpo no es una novela fragmentaria, entre otras cuestiones, porque la fragmentación del discurso y el abandono de la mímesis representativa se articulan en este caso dentro de una lógica organizativa que corresponde  a la propia originalidad del texto. De allí en que se constituya como un texto inconfundible e inimitable. La transgresión máxima de las normas, insiste Jarkowski, produce una crispada organización del lenguaje, que llega en algunos casos a tornar ilegible el texto. Desde la carnicería por la que atraviesa el país hasta la experiencia íntima de contar con un hijo muerto, nos surge la pregunta de si es posible articular un relato que no transmita las marcas del matadero en el cuerpo. Evidentemente no. Y de ahí que, más allá de la violencia de los contenidos, se le transmita al lector la violencia, también, a través del lenguaje: estructura dramática, pero con diálogos entrecortados; estructuración cuasi telegráfica que en momentos se torna impronunciable.

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Estamos ante una novela de casi 500 páginas en la cual se reconstruye gran parte de la historia política de nuestro país: desde los inmigrantes que vinieron a poblarlo, hasta el asalto al poder por parte de la Junta de Comandantes. La violencia creciente es el hilo conductor de las historias y temporalidades presentes en el texto. A través del relato de la historia familiar de uno de los personajes (el Teniente General de la Nación Alejandro Cláns Mendiburu),  podemos ver cifrados 100 años de historia argentina.
Jarkowski propone, para leer esta cifra, dos de los epígrafes que Viñas utiliza en la novela. Uno es de 1879, cuando el General Julio Argentino Roca felicita a los oficiales del Ejército por su participación en la campaña contra los indios: “Con asombro de todos nuestros conciudadanos, en poco tiempo habéis hecho desaparecer numerosas tribus de la Pampa que se creían invencibles con el pavor que infundía el Desierto. Y que era como legado fatal, que aún tenían que transmitirse a las generaciones argentinas, por espacio de siglos”. El otro epígrafe al que apela Viñas es el de la transcripción de una de las declaraciones que el General Manuel Saint Jean realiza en 1976: “Primero vamos a matar a todos los subversivos; después, a sus colaboradores; después, a los simpatizantes; después, a los indiferentes. Y por último, a los tímidos”. “Su enunciación original los separa un siglo –insiste Jarkowski–, pero su sentido los reúne como cifra de la actitud del ejército argentino con los sectores dominados e inconformes de la población… 1879 significa el momento donde el ejército, que fue de la patria en la guerra de la independencia, se trasviste en un ejército de clase”.
Ficción beligerante, entonces, ya que tanto el título como el contenido y la forma del texto presentan una modalidad en la guerra entre las clases. Modalidad que se “corre” de las batallas convencionales para dar cuenta de un tipo de enfrentamiento que involucra a la sociedad civil y se da en medio de la confusión y el acortamiento de las distancias. De allí que el propio texto sea contemplado como una modalidad más del combate y no como “representación” de éste. De allí, también, que por más que Viñas trabaje con la realidad política del país, no pueda inscribirse esta novela en los parámetros del realismo convencional: sus vínculos con lo real se dan a partir de una relación de tensión y de mezcla de registros ficcionales, ya que no es, en sentido estricto, un texto testimonial o de denuncia, aunque por supuesto, denuncia y da testimonio, pero siempre en el marco de la narratividad y los procedimientos ficcionales.
Con 50 años y luego de haber revolucionado la crítica literaria del país con su famoso libro Literatura argentina y realidad política, tras haber participado de la fundación de la emblemática revista Contorno y publicado novelas que dieron que hablar (como Los dueños de la tierra), Viñas se aboca aquí nuevamente a dar cuenta de la dominación y la violencia que las clases dominantes ejercieron sobre los de abajo, sean éstos obreros, indios, gauchos o inmigrantes. Violencia que en Cuerpo a cuerpo asciende de manera veloz y radical, sobre todo a partir de la historia de Gregorio Yantorno, el periodista que investiga al General Mendiburu.
Tal vez ha sido esta violencia creciente la que ha llevado a Guillermo Saccomanno (“Poner el cuerpo”) a decir que esta novela debía ser leída bajo el iceberg de un tironeo violento (donde la acción y las palabras confluyen, luchan y se enturbian), “porque si hay un rasgo que define la literatura de Viñas (tal como él definió la literatura argentina a partir de Echeverría) es la violencia. La violencia de lo económico, lo ideológico, lo político, y ahí está lo nodal de su obra: en los cuerpos violados”. Algo similar a lo expresado años atrás por Ricardo Piglia (“Viñas y la violencia oligárquica”, La argentina en pedazo), quien afirmó que, en Viñas, la muerte se sexualiza y la dominación se marca en la carne. “Los dueños de la tierra son también dueños de los cuerpos”. Y de las subjetividades, podríamos agregar, ya que los cuerpos no son sólo un componente orgánico, sino un entramado orgánico, psíquico y cultural.
David viñas, narrador resistente, intelectual silvestre, se ha ido para siempre de este mundo. En estos días se lo ha recordado de distintas maneras. Esta reseña-comentario de Cuerpo a cuerpo no es más que un humilde intento de homenaje por parte de este cronista. Nos quedan sus libros, su ejemplo, su entereza: la de los que se resistieron a ser escritores a sueldo del poder. En ese espíritu, también, se escribe cada entrega de Montoneros silvestres.

sábado, 12 de marzo de 2011

Decimoprimera entrega: Ramón, barajar y dar de nuevo

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


A David Viñas, narrador de buenas historias como Cuerpo a Cuerpo, gran novela  de la dictadura.
II- 77: Peronismo Montonero

Decimoprimera entrega: Ramón, barajar y dar de nuevo

Peugeot 504. Amarillo. Chapa 300.014. Ramón nunca va a olvidarse ni del número de chapa ni del color del automóvil que en el cual se llevaron secuestradas, ese invierno de 1977, a su madre y a su tía. Eran seis tipos en dos coches, en realidad, no en uno. Pero Ramón va a retener en su memoria al Peugeot. Nunca voy a olvidarme de aquella tarde, dice. De cuando la “patota” del Ejército llega a casa con una foto de Marcela, preguntando por ella.
Cuando Ramón dice “patota” lo hace poniendo un énfasis extraño, que hace sonar a la palabra, también, de un modo extraño. Recuerdo entonces haber leído en el ya mencionado libro de Pilar Calveiro (Poder y desaparición), que las patotas eran uno de los cuatro grupos que permitían el “correcto” funcionamiento de los Grupos de Tareas de la Junta. Las patotas, escribe Calveiro, era el grupo operativo que realizaba la operación de secuestro de los prisioneros, ya sea en la calle, en su domicilio o en su lugar de trabajo. “Chupaban” el “blanco” por orden directa de sus superiores, generalmente sin saber muy bien de quien se trataba. Y aclaro que el uso excesivo de las comillas, en este caso, no está de más, ya que es ese el particular uso del lenguaje utilizado por los verdugos para deshumanizar a sus víctimas, que no son personas a las que se secuestra y tortura con picanas o asfixiándolos (entre otros métodos), para luego asesinar, sino que son “bultos, “subversivos” a los que se “interroga”, se les da “máquina”, se les aplica el “submarino” y luego se los “traslada”, se los “manda para arriba”. Esa deshumanización, además (y las que siguen son también palabras de Calveiro), permiten de algún modo “aliviar” la responsabilidad del personal militar, cumpliendo un objetivo tranquilizador, ya que tiende a volver inocentes todas esas acciones (torturar y matar personas sin posibilidad de defenderse) que son condenadas, ya no por los valores de quienes promueven cambios revolucionarios de la sociedad, sino por la propia moral burguesa.
Retomando la historia de Ramón. El que comandaba el grupo era un tipo rubio, de bigotes, pintón, que iba vestido de sport, me cuenta, mientras tomamos unos mates, como siempre en cada entrevista, amargos. Amargo, también, su recuerdo: yo estaba en el fondo de la casa, mirando la televisión, acostado en mi cama, debajo de la cual  tenía un montón de documentación de la organización. Cuanta que entonces su mamá le pide a los tipos unos minutos para ir a buscar algodón,  ante lo cual los integrantes de la patota acceden. De hecho, algo que me sorprendió en el momento, fue el trato inusual, amable de los  militares que realizaban el operativo.
Al entrar a la habitación su madre le dice: “es el Ejército, nos vienen a secuestrar”. Ramón no sabía qué hacer, sobre todo con eso que tenía debajo del colchón. Finalmente los tipos se van, sin revisar su cuarto. Esposadas, encapuchadas (aunque sin ser maltratadas), las dos señoras parten rumbo a la sala de interrogaciones.
En esas horas del día en que todavía es la tarde, pero que el frío terrible del mes de junio hacen sentir como la madrugada, Ramón se “levanta” de su casa y parte a encontrarse con la Mendocina, una compañera que, según cree recordar, venía de militar en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (P.R.T). No se acuerda de su nombre ni sabe tampoco que pasó luego con ella.
El tema es que ahora, siendo más o menos las 19 horas de un día de junio de 1977, Ramón espera a tres cuadras del cruce de las avenidas Calchaquí y Zapiola, en Quilmes, que llegue la compañera que le permitirá ir a una casa y quedarse allí a dormir.
El frío es terrorífico y la ausencia de la Mendocina torna la situación aún más terrorífica (no viene, no viene, y no vino, no vino más). Con una pistola en la cintura y sin saber muy bien que hacer, ni a donde ir, Ramón deja pasar tres colectivos y se dice: “esto así no va. Si pasa una patrulla y ve que sigo acá, me levantan”. Es entonces cuando piensa: “esta debe ser una zona de citas”. Empieza a caminar, a dar vueltas y así es como se encuentro con Palito, un compañero que lo lleva a dormir a su casa. Eso lo alivia, pero también lo hace darse cuenta que todos los integrantes del Pelotón de Combate se movían por la misma zona, que estaban muy expuestos y funcionando con mucha fragilidad.
Pero era así, esas cosas pasaban, me cuenta Ramón. Te podías desesperar, porque si estabas armado, imaginate, no podías ponerte a “yirar”, que era algo que también en la época se hacía mucho, de manera improvisada. Yirar, aclara, era cuando no tenías a donde ir y rumbeabas sin destino cierto. Por ejemplo: tomabas un colectivo de Quilmes a Retiro, de ahí a Tigre  y luego volvías. De esa manera se podía dormir, y pasar el día. Pero era un riesgo grande (precisa), porque alguien te podía reconocer, te podían “marcar” los que estaban “lancheando” (así le decían a los militantes “quebrados” que trabajaban para el enemigo).
Una semana después, Ramón se reintegra al trabajo y a la escuela. Suspende, eso sí, todos sus contactos con Montoneros. Por un tiempo, pero de manera total, ya que el mismo coche que había secuestrado a su madre y a su tía (que al poco tiempo regresarán sanas y salvas a su casa), comienza a seguirlo a él, a su madre, a su tía. A cualquier miembro de la familia que pasara por la casa. Así por días, por semanas, por meses…
Antes de fin de año, cuando Ramón ve que todo está un poco más tranquilo, retoma contacto nuevamente con la organización. Ahí empieza a funcionar, por un breve lapso, con una pareja de compañeros: Manolo y su mujer. Él tenía un hermano que lo habían secuestrado, recuerda Ramón, aclarando que, según tiene entendido, nunca fue denunciado como desaparecido. Con ellos estuve más o menos dos meses. Después paso a funcionar sólo con Marcela: éramos un pelotón de dos.
Manolo y su compañera, dice, se van de la organización. Sin problemas, se apresura en aclarar. No hubo mala onda ni nada. Más bien todo lo contrario, porque eran compañeros muy queridos.
Para fines del 77, estando desenganchados de todo, mientras intentaban vivir tranquilamente en San Pedro, una “patota” secuestra a Manolo y su compañera: nunca más se supo nada de ellos. Nunca más aparecieron.

lunes, 7 de marzo de 2011

Decima entrega: Literatura y dictadura (I)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL



II- 77: Peronismo Montonero

Decima entrega: Literatura y dictadura (I)
Cuando Beto cayó prisionero en Campo de Mayo, no imaginó que su caso era similar al de otros 3.500 militantes que, entre 1976 y 1977, pasarían por ese sitio de detención, que era –en realidad– un campo clandestino de detención-exterminio.
Cuando Graciela Viky Daleo fue ingresada en la Escuela de Mecánica de la Armada, no sospechó que, al igual que ella, otras 4.500 personas correrían la misma (mala) suerte, si es que en estos temas cabe hablar de suerte.
En fin: ninguno de los dos imaginó que alrededor de 20.000 almas pasarían, entre 1976 y 1982, por alguno de los 340 campos que la Junta de Comandantes instaló en 11 de las 23 provincias del país.
No lo sospecharon –ellos, ni casi nadie en ese momento– porque por entonces fue difícil tomar real dimensión del cambio sustancial que había implicado ese golpe, del cual participaron activamente las Tres Armas (además de las policías provinciales y la Federal).
Tal como sostiene Pilar Calveiro en Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina, a partir del 24 de marzo de 1976 “la política de desaparición de personas de la AAA tomó el carácter de modalidad represiva oficial”. Por lo tanto, los campos dejaron de ser una de las formas de la represión, para pasar a convertirse “en la modalidad represiva del poder, ejecutada de manera directa desde las instituciones militares”. Ejecución que implicó comprometer personalmente al conjunto de las fuerzas. Así, con las manos sucias y el culo enchastrado, nadie podría hacerse el distraído.
Alguien que supo reflexionar y dar cuenta de estos temas en su literatura fue Jean Paul Sartre. El 8 de noviembre de 1963, por ejemplo, estrena Muertos sin sepultura, pieza en dos actos y cuatro cuadros. Tiempo después, Sartre comentó que con esta obra de teatro había buscado abordar una pregunta que había atormentado a tantos hombres de su generación: ¿cómo reaccionarían ante la tortura? “Lo que me interesa son las situaciones límite y las reacciones de aquellos que se encuentran en esas situaciones”, expresó en una entrevista que le realizaron para la revista Combat.
En las escenas finales del último cuadro, tres de los personajes que se encuentran detenidos por las tropas de ocupación nazi (Canoris, Lucie y Henrri) van a ser fusilados. Los tres sienten orgullo de sí mismos: ninguno habló; ninguno ha delatado. Claro que para ello debieron matar a un compañero de celda: un muchacho adolescente, casi un niño. No querían hacerlo, por supuesto, pero el joven –con miedo, mucho miedo de morir– se mostró dispuesto a delatar al jefe de la organización, si eso le permitía salvar su vida.
Salvar la vida, ese será el dilema que introducirán los nazis, es el que logrará quebrar el frente interno, por más que ninguno esté dispuesto a entregar al jefe a cambio de su vida. Fractura la unidad del grupo porque no todos coinciden en que, para salvarse, sea válido entregar información a sus captores, aunque sea información falsa.
Canoris será el primero en plantear que no se pueden despilfarrar tres vidas de esa manera, que entregar información falsa no te convierte en un traidor (este doble juego entre verdad y mentira ha sido un tema clave al que tuvieron que enfrentarse, entre otros, los detenidos-desaparecidos encerrados en la ESMA). “No tenemos derecho a morir por nada”, insiste Canoris. Pero Henrri no soporta la idea de sobrevivir a la ejecución de su compañero de celda. Piensa que ya ha ganado. Que logró soportar la tortura sin delatar nada. Ni a nadie. Y que con eso basta. No quiere darles el gusto a sus verdugos. No soporta la idea de pensar en la cara, en la sonrisa que pondrán al verlo entregarles información.
El tema de la tortura, de la relación entre víctima y victimario, ya había sido abordada por Sartre quince años atrás, cuando intentó dar cuenta de la “situación del escritor en 1947”, en un momento en el que se intentaba, en Francia, reflexionar sobre lo que había pasado con los franceses durante la ocupación. Allí, en ¿Qué es la literatura? (publicado como Situation II), Sartre plantea que, en primer lugar, la tortura es una empresa de envilecimiento:
“Sean cuales sean los sufrimientos soportados, es la víctima la que decide en última instancia el momento en que son insoportables y es necesario hablar; la suprema ironía de los suplicios consiste en que el paciente, si cede, aplica su voluntad de hombre a negar que sea hombre, se hace cómplice de sus verdugos y se precipita por sí mismo en la abyección. El verdugo lo sabe y espía el desfallecimiento, no solamente porque va a obtener información que desea, sino porque ello le probará una vez más que tiene razón de emplear la tortura y que le hombre es un ser al que hay que tratar a latigazos; así, trata de aniquilar la humanidad en su prójimo”.
Por supuesto, cuando Sartre se refiere aquí al silencio (ese silencio con el que la víctima enfrenta a sus verdugos y, a partir del cual, nace y renace, una y otra vez, su humanidad), ese silencio es el que implica no colaborar. “Yo no colaboro”, fueron las palabras que Graciela Daleo escucho decir a Norma Gabi Arrositto en la ESMA. A partir de allí, cuenta Viky, ella supo que a pesar de todo no estaba sola. Este es uno de los casos que dan cuenta de aquellos que lograron resistir, enfrentarse a sus enemigos, no desde el silencio, sino desde una estrategia de simulación.
Retomando Muertos sin sepultura. El debate que se da entre Henrri y Canoris tiene que ver un poco con esto: con no colaborar con el enemigo. Bien: pero, ¿desde que estrategia? “No tenemos derecho a morir por nada”, dice Canoris. Y Henrri: “¿Tiene sentido vivir cuando hay hombres que te zurran hasta romperte los huesos”. Canoris insiste: “Si te dejas matar cuando puedes seguir trabajando, no habrá nada más absurdo que tu muerte”.
Lucie, que en todo ese tiempo no ha dicho nada, rompe el silencio: “si hubiera sabido que ibas a cantar,  ¿crees que habría dejado tocar a mi hermano?”. Es que Lucie no soporta la idea de continuar con vida. No después de las torturas, de las violaciones. No luego de haber callado ante el asesinato de su propio hermanito ( o pequeño hermano?).
Lucie estalla en cólera al escuchar a Canoris decir que, de todos modos, él estaba dispuesto a hablar. No es lo mismo, se apresura en aclarar, delatar al jefe que entregar una pista falsa. Pero Lucie es terminante: “Es lo mismo. Habrá el mismo triunfo en sus ojos”.
Finalmente, cuando llega la hora, a Lucie le agarra un ataque de nervios: quiere vivir. Canoris se decide: tienen que hablar. Se los llevan. Primero se escucha un tiro. Luego, otro tiro. Finalmente un tercer y último disparo. Reunidos en un salón, los verdugos conversan entre sí. “Terminamos por conseguirlos”, dice uno. “¿Viste como salieron? Estaban menos orgullosos que a la entrada”, comenta otro. Un tercero ríe y otro verdugo, frotándose las manos, agrega: “Los conseguimos”.