sábado, 12 de marzo de 2011

Decimoprimera entrega: Ramón, barajar y dar de nuevo

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


A David Viñas, narrador de buenas historias como Cuerpo a Cuerpo, gran novela  de la dictadura.
II- 77: Peronismo Montonero

Decimoprimera entrega: Ramón, barajar y dar de nuevo

Peugeot 504. Amarillo. Chapa 300.014. Ramón nunca va a olvidarse ni del número de chapa ni del color del automóvil que en el cual se llevaron secuestradas, ese invierno de 1977, a su madre y a su tía. Eran seis tipos en dos coches, en realidad, no en uno. Pero Ramón va a retener en su memoria al Peugeot. Nunca voy a olvidarme de aquella tarde, dice. De cuando la “patota” del Ejército llega a casa con una foto de Marcela, preguntando por ella.
Cuando Ramón dice “patota” lo hace poniendo un énfasis extraño, que hace sonar a la palabra, también, de un modo extraño. Recuerdo entonces haber leído en el ya mencionado libro de Pilar Calveiro (Poder y desaparición), que las patotas eran uno de los cuatro grupos que permitían el “correcto” funcionamiento de los Grupos de Tareas de la Junta. Las patotas, escribe Calveiro, era el grupo operativo que realizaba la operación de secuestro de los prisioneros, ya sea en la calle, en su domicilio o en su lugar de trabajo. “Chupaban” el “blanco” por orden directa de sus superiores, generalmente sin saber muy bien de quien se trataba. Y aclaro que el uso excesivo de las comillas, en este caso, no está de más, ya que es ese el particular uso del lenguaje utilizado por los verdugos para deshumanizar a sus víctimas, que no son personas a las que se secuestra y tortura con picanas o asfixiándolos (entre otros métodos), para luego asesinar, sino que son “bultos, “subversivos” a los que se “interroga”, se les da “máquina”, se les aplica el “submarino” y luego se los “traslada”, se los “manda para arriba”. Esa deshumanización, además (y las que siguen son también palabras de Calveiro), permiten de algún modo “aliviar” la responsabilidad del personal militar, cumpliendo un objetivo tranquilizador, ya que tiende a volver inocentes todas esas acciones (torturar y matar personas sin posibilidad de defenderse) que son condenadas, ya no por los valores de quienes promueven cambios revolucionarios de la sociedad, sino por la propia moral burguesa.
Retomando la historia de Ramón. El que comandaba el grupo era un tipo rubio, de bigotes, pintón, que iba vestido de sport, me cuenta, mientras tomamos unos mates, como siempre en cada entrevista, amargos. Amargo, también, su recuerdo: yo estaba en el fondo de la casa, mirando la televisión, acostado en mi cama, debajo de la cual  tenía un montón de documentación de la organización. Cuanta que entonces su mamá le pide a los tipos unos minutos para ir a buscar algodón,  ante lo cual los integrantes de la patota acceden. De hecho, algo que me sorprendió en el momento, fue el trato inusual, amable de los  militares que realizaban el operativo.
Al entrar a la habitación su madre le dice: “es el Ejército, nos vienen a secuestrar”. Ramón no sabía qué hacer, sobre todo con eso que tenía debajo del colchón. Finalmente los tipos se van, sin revisar su cuarto. Esposadas, encapuchadas (aunque sin ser maltratadas), las dos señoras parten rumbo a la sala de interrogaciones.
En esas horas del día en que todavía es la tarde, pero que el frío terrible del mes de junio hacen sentir como la madrugada, Ramón se “levanta” de su casa y parte a encontrarse con la Mendocina, una compañera que, según cree recordar, venía de militar en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (P.R.T). No se acuerda de su nombre ni sabe tampoco que pasó luego con ella.
El tema es que ahora, siendo más o menos las 19 horas de un día de junio de 1977, Ramón espera a tres cuadras del cruce de las avenidas Calchaquí y Zapiola, en Quilmes, que llegue la compañera que le permitirá ir a una casa y quedarse allí a dormir.
El frío es terrorífico y la ausencia de la Mendocina torna la situación aún más terrorífica (no viene, no viene, y no vino, no vino más). Con una pistola en la cintura y sin saber muy bien que hacer, ni a donde ir, Ramón deja pasar tres colectivos y se dice: “esto así no va. Si pasa una patrulla y ve que sigo acá, me levantan”. Es entonces cuando piensa: “esta debe ser una zona de citas”. Empieza a caminar, a dar vueltas y así es como se encuentro con Palito, un compañero que lo lleva a dormir a su casa. Eso lo alivia, pero también lo hace darse cuenta que todos los integrantes del Pelotón de Combate se movían por la misma zona, que estaban muy expuestos y funcionando con mucha fragilidad.
Pero era así, esas cosas pasaban, me cuenta Ramón. Te podías desesperar, porque si estabas armado, imaginate, no podías ponerte a “yirar”, que era algo que también en la época se hacía mucho, de manera improvisada. Yirar, aclara, era cuando no tenías a donde ir y rumbeabas sin destino cierto. Por ejemplo: tomabas un colectivo de Quilmes a Retiro, de ahí a Tigre  y luego volvías. De esa manera se podía dormir, y pasar el día. Pero era un riesgo grande (precisa), porque alguien te podía reconocer, te podían “marcar” los que estaban “lancheando” (así le decían a los militantes “quebrados” que trabajaban para el enemigo).
Una semana después, Ramón se reintegra al trabajo y a la escuela. Suspende, eso sí, todos sus contactos con Montoneros. Por un tiempo, pero de manera total, ya que el mismo coche que había secuestrado a su madre y a su tía (que al poco tiempo regresarán sanas y salvas a su casa), comienza a seguirlo a él, a su madre, a su tía. A cualquier miembro de la familia que pasara por la casa. Así por días, por semanas, por meses…
Antes de fin de año, cuando Ramón ve que todo está un poco más tranquilo, retoma contacto nuevamente con la organización. Ahí empieza a funcionar, por un breve lapso, con una pareja de compañeros: Manolo y su mujer. Él tenía un hermano que lo habían secuestrado, recuerda Ramón, aclarando que, según tiene entendido, nunca fue denunciado como desaparecido. Con ellos estuve más o menos dos meses. Después paso a funcionar sólo con Marcela: éramos un pelotón de dos.
Manolo y su compañera, dice, se van de la organización. Sin problemas, se apresura en aclarar. No hubo mala onda ni nada. Más bien todo lo contrario, porque eran compañeros muy queridos.
Para fines del 77, estando desenganchados de todo, mientras intentaban vivir tranquilamente en San Pedro, una “patota” secuestra a Manolo y su compañera: nunca más se supo nada de ellos. Nunca más aparecieron.

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