domingo, 3 de abril de 2011

Decimotercera entrega: Un último acto de libertad

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero
Decimotercera entrega: Un último acto de libertad
Ramón me cuenta que, según recuerda, para junio de 1977 llegaron a la zona las pastillas de cianuro (seguramente no era la primera vez que llegaban). Al principio eran muy grandes y se vencían al poco tiempo. Por eso había que ir renovándolas a cada rato. Después se fueron perfeccionando.
Montoneros comenzó a implementar el uso de las cápsulas de cianuro para sus militantes en mayo-junio de 1976. Era una forma de enfrentarse al enemigo aun en la situación límite que se juega en ese instante en el que se decide la vida o la muerte. La revista Evita Montonera N° 13 (mayo de 1976), por ejemplo, lleva en su contratapa un relato titulado “No quiero entregarme viva”, donde se narra la actitud de Moni, una soldado del Ejército Montonero que prefiere morir antes que caer en manos de sus enemigos. “Al tomar estas decisiones, los compañeros demuestran no sólo el amor al proyecto revolucionario y a la Organización que lo encarna, sino una profunda y racional comprensión de la clase de enemigo que enfrentamos”, dice el artículo.
Un caso similar es relatado por Rodolfo Walsh, en “Carta a mis amigos, ese conmovedor documento en donde narra los hechos de ese 29 de septiembre de 1976, día en que murió su hija de 26 años, cercada por 150 militares. Subida al techo de alguna casa de Buenos Aires en la calle Corro, María Victoria Walsh Ferreyra, Vicki, no para de reírse, mientras dispara a un grupo de efectivos. Un conscripto afirma que el combate duró más de una hora y media. Así lo narra el autor de Operación masacre: “De pronto -dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. -Ustedes no nos matan -dijo-, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros”.
Meses después, Walsh escribe “Carta a Viky”, donde se dirige hacia su hija muerta, diciéndole, entre otras cosas: “Sé muy bien porqué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más.
No podré despedirte, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía”.
Rodolfo sabía de qué hablaba. Por su labor de inteligencia dentro de la organización, manejaba información de primera mano en relación al comportamiento de los militares con sus prisioneros. Por eso, cuando en marzo de 1977 distribuye su hoy canónica “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, en el punto dos se refiere con tanta claridad sobre el accionar represivo. “El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio… De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo… La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas. Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido”.
Por todo esto es que las palabras de Walsh hija, mediadas por la escritura de su padre, son hoy un verdadero documento de época:
Ustedes no nos matan… nosotros elegimos morir”.
Una simple frase que condensa la actitud, el compromiso de cientos de jóvenes militantes que apostaron a un proyecto y fueron coherentes con esa apuesta hasta sus límites más extremos. Tal vez podamos contraponer esa frase con otra, escrita tiempo después de estos acontecimientos, en una obra teatral que intenta ser un aporte crítico, y que esconde tras el supuesto de una literatura comprometida una verdadera actitud canalla. Me refiero a Conversaciones con Ernesto Che Guevara, donde José Pablo Feimann hace decir a uno de sus personajes, que dialoga con el Che:
“Se crearon dos, tres, muchos Vietnam. Miles de jóvenes en toda América Latina eligieron la violencia y las armas obedeciendo su consigna. Y no murieron por su causa, comandante. Murieron a causa suya”.
Aquello que para algunos funcionaba como la última posibilidad de elegir el control sobre su propio cuerpo, para otros funciona como la entrega de su cuerpo y de su subjetividad a otros, que determinarían la suerte de cada quien.
Tal vez el film El ejército de las sombras pueda servirnos como paradigma de esto que vengo intentando decir. Escrita en 1943 por Joseph Kessel (L´armee des ombres”) y llevada al cine en 1969 por el director francés  Jean-Pierre Melville (con la participación de Kessel como co-guionista), la película expresa cabalmente todas las peripecias que implica la vida en la resistencia para todas las mujeres y hombres (como el propio Melville y Kessel) que lucharon desde la clandestinidad contra la ocupación alemana. Esta historia, situada en 1942, cuenta como el ingeniero Philippe Gerbier (Lino Ventura) es detenido y trasladado a un campo de prisioneros a la espera de interrogatorio. Gerbier, uno de los líderes de la resistencia parisina antifacista, se traslada a Marsella (luego de escaparse de la comandancia alemana), desde donde ordenará la ejecución de su delator y reorganizará su grupo de resistentes, junto a Mathilde (Simone Signoret) y un nuevo miembro del grupo: el ex piloto de aviación Jean François Jardie.
Podemos ver en este film, por lo tanto, gran parte de los comportamientos que tuvieron en nuestro país los militantes montoneros. Hay ejecuciones de traidores, militantes acorralados que se tiran por una ventana o ingieren cianuro.
Por supuesto, el método de resistir hasta las últimas consecuencias, de elegir morir antes que caer en manos de un enemigo despiadado, no es una novedad en las luchas de resistencia de los pueblos contra los poderes dictatoriales. Por ejemplo, fue una práctica frecuente entre los militantes antifascistas europeos. Pero claro, si esa práctica es ejecutada por franceses, la propia muerte aparece como un acto noble. Ahora, si ese mismo acto es realizado por militantes argentinos, ahí sí, nuestras bellas almas ponen el grito en el cielo.
Cuando pregunto a Ramón por su experiencia, por cómo vivieron en aquél momento esa tensión entre la vida y la muerte, responde: Era una época en donde,  si no tenías nada, te dormías con un cuchillo al lado. Porque si llegaba la patota te matabas, para no caer vivo. Esa era la idea que teníamos de una eventual caída, que todos veíamos como muy posible, muy cercana. Y esa era nuestra decisión: no caer vivos. No era que nos mandaban al muere, como decía la propaganda negra: era una decisión conciente de los militantes.






No hay comentarios:

Publicar un comentario