domingo, 27 de febrero de 2011

Novena entrega: crónica de una fuga

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


II- 77: Peronismo Montonero

Novena entrega: Beto (crónica de una fuga)
TIEMPO: 1977, cinco de la mañana del 4 de febrero.
LUGAR: Zona Oeste del Gran Buenos Aires
ESCENA: Totalmente desnudo, las manos atadas contra el pecho y los ojos vendados con tela adhesiva, Beto soporta los dolores provocados por la picana eléctrica. Escucha que sus captores lo dan por desmayado. Si bien con escasas fuerzas, aún se mantiene en un estado de conciencia. Silencio, súbitamente, silencio. Tras unos minutos, escucha unos pasos y siente que alguien lo tapa con una frazada. Silencio, nuevamente silencio. De repente, lo impensado, lo inimaginable: escucha los ronquidos de su captor.
Cuando Beto logra despegarse la venda de la cara, observa que el guardia encargado de vigilarlo, se ha quedado dormido. El tipo ronca, y su ronquido pone en movimiento la pistola 9 mm que tiene apoyada sobre su pierna derecha. Con los dientes, Beto se desata los nudos de las vendas que le sujetan las manos y se quita la frazada de encima. Sus pies están hinchados, profundamente lastimados, a tal punto que no sabe aún si podrá o no sostenerse en pie. Al incorporarse, el dolor parece fulminarlo. Para colmo, el catre hace un ruido estrepitoso. Pero su captor continúa en ese otro mundo de los sueños.
El verdugo cae del sillón, luego de que Beto le estampe un fierrazo en la cabeza, provocando un ruido que retumba en todo el cuarto.
- ¡No me mates!
- ¿Dónde estamos?
- No me mates.
- Hijo de puta: ¡decime donde estamos!
- En la Tablada. En el Regimiento 3 de Infantería.
- …
- Por favor, no me mates.
Clemencia, eso es lo que pide el guardia, tirado en el piso, la cara cubierta de sangre. Ahora es Beto, por unos instantes, quien dispone de la vida y de la muerte del otro. No lo mata. Sólo le quita la ropa y sus pertenencias.
Al salir del edificio ve estacionado en el predio un Renault 12 color azul, pero no tiene las llaves y no piensa volver a buscarlas. Por eso sale de allí lo más rápidamente posible. Conserva el arma en la mano, listo para disparar. Sorprendentemente nadie parece haber escuchado los ruidos; nadie está esperándolo ahí afuera. Es entonces cuando corre hacia la ruta, por el Camino de Cintura, aunque todavía no lo sabe. Corre y corre hasta toparse con un alambrado. Lo salta y continúa corriendo, con las manos ensangrentadas. Cruza un zanjón, del que sale todo embarrado y continúa huyendo, siempre con el arma en la mano. Así logra cruzar la ruta y, de repente, se encuentra fuera del regimiento.
Frente a un kiosco de diarios, Beto grita su nombre completo y anuncia que ha sido secuestrado por el Ejército. Sorprendido, un repartidor de lácteos le indica por dónde puede dirigirse a la Estación José Ingenieros. “Si vienen les digo que no vi nada”, dice el muchacho. Beto le agradece y continúa con su fuga. No para de correr hasta llegar a los monoblock que se encuentran frente al predio militar. Allí, unos porteros que están barriendo la vereda se quedan petrificados mirando a ese joven con la remera ensangrentada. Él les cuenta lo sucedido y uno de ellos, de estatura similar a la suya, le da su camisa, con la cual Beto se dirige a la estación de trenes.
Al llegar a la estación puede ver que el tren acaba de marcharse; al mismo tiempo, se palpa el bolsillo de la camisa y corrobora que no ha perdido la documentación que le ha quitado a su captor: ahora su verdugo tiene nombre y apellido. Minutos después camina hacia la parada del colectivo, donde vuelve a contarles a unos transeúntes lo que le ha sucedido. Gracias a las monedas que le dan puede tomar un micro y llegar a Plaza Once, desde donde llama por teléfono a una vecina, para pedirle que advierta de la situación a su familia; para que les indique que se marchen, que sus vidas están en peligro. Aunque asustada, la vecina transmite el mensaje.
Beto vivía entonces en Villa España, distrito de Berazategui, junto a su madre, su abuela, y seis hermanos. “Éramos muy unidos”, cuanta años más tarde. Tal vez por eso es que decidieron no moverse del lugar, a pesar de que Beto, en el barrio, era un reconocido militante de la Juventud Peronista. Y a pesar de que desde hacía un tiempo formaba parte de la estructura militar de Montoneros. Allí, en su casa, los encontró a todos la patota del Ejército, cuando llegaron preguntando por él. Conmocionados, los vecinos miraban y escuchaban todo lo que pasaba alrededor.
-¿Dónde está?
-¡Ustedes se lo llevaron y ahora vienen buscándolo acá! –responde María Elvira, una de las hermanas de Beto-.
Como represalia, la partida militar se lleva por un tiempo a sus dos hermanos varones: Juan Antonio y juan Domingo.
Ser sobreviviente de un campo de concentración era como ser un fantasma. Así y todo, Beto se dispone a tomar contacto nuevamente con la organización. 

domingo, 20 de febrero de 2011

Octava entrega: Ramón…

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


II- 77: Peronismo Montonero

Octava entrega: Ramón…

Fue por los cigarrillos negros, en parte, y en parte por la ropa que llevaba puesta la Petisa Lila que Ramón se dio cuenta que su cuñada Kelly no llegaría aquella tarde de abril, y que, en cambio, su primera cita “orgánica” con Montoneros sería a través de esta “cumpa”. Ya la había visto venir, con el pañuelo atado en la cabeza, los jean, los zapatos tacos bajo, fumando un particulares 30. Entre esa pinta y la forma de caminar –rememora Ramón– era imposible no darme cuenta.
El tema es que como a su primera reunión de “ámbito” iba a llevarlo Marcela, Ramón no llevaba una revista o un diario debajo del brazo, como solía hacerse cuando se cubría una cita, porque ya se conocían. Yo la saqué igual, por el aspecto que tenía, pero igual caminé  las cuatro cuadras que tenía que caminar por la vereda de los números pares, hasta llegar a la otra avenida, y volví por la vereda de enfrente, de nuevo hasta la avenida Pasco. Después, me cuenta Ramón, fueron con Lila a la parada del colectivo, con el cual llegaron a un barrio que en aquel momento no supo que era la Villa Itatí, en Quilmes, porque como se estilaba entonces los militantes iban a las reuniones “tapados”, es decir, sin mirar el recorrido que realizaban, ni la línea de colectivo que tomaban, nada que pudiera comprometer la seguridad de la casa y de quienes vivían allí.
Con sus 15 años, Ramón era el más chico de la reunión, aunque el resto de los muchachos y las chicas no superaban los 30, incluso los 25 años.
-Tenés dos posibilidades para incorporarte, Ramón: Ejército o Movimiento.
-Ejército.
-Menos mal, porque es lo único que hay.
Cuál fue el documento que leyeron aquel día Ramón nunca pudo recordarlo. Aunque hay algo que jamás se borró de su memoria: el guiso que comieron. Lo preparó una compañera, estaba realmente incomible.
En determinado momento de la reunión le cuentan que, por los golpes asestados por la represión,  a esa altura ya no quedaba prácticamente nada de la estructura política. Así, las operaciones militares, las actividades de propaganda, todo, hasta lo más sencillo, como hacer una pintada, se transforma en acciones armadas. Tenías que ir armado, porque si te cruzabas con el Ejército, te tenías que cagar a tiros, o directamente te mataban.
Para Ramón no había mucho por discutir. Él era peronista, de los que entendían  que la burocracia sindical era un cáncer instalado en el propio organismo, un agente del enemigo en el movimiento; que López Rega e Isabel habían sido unos hijos de puta que desde un gobierno que se decía peronista masacraron peronistas y que, por lo tanto, ahora había que tener paciencia. Paciencia, sí, pero no inmovilidad. Si la gente tenía miedo, era entendible, pero no era excusa para no continuar con la lucha. O comenzarla, como en su caso. Como decían sus compañeros, durante la “resistencia peronista” la gente abría las puertas de sus casas. Y si bien ahora había miedo, mucho miedo, y los milicos estaban por todas partes, no por eso había que abandonar los contactos con simpatizantes. No se podía organizar nada, es cierto, pero mantener las visitas de los “contactos” que tenían en la villa era fundamental, una tarea más, gris, menos ruidosa y visible que las operaciones militares, pero una tarea más dentro de las estrategias que la organización se daba para profundizar la resistencia montonera.
En Itatí, además, la Sección contaba con una “casa operativa”, donde se reunían, guardaban armas y materiales de propaganda y cada tanto, cuando era necesario, algunos militantes se quedaban a dormir.
Ramón recuerda una de esas noches en que se quedó allí. Estaban, con él, una compañera a quienes todos llamaban La Mendocina, y otro muchacho, de quien nunca pudo acordarse de su nombre, pero que siempre recordó como el compañero de Estela. Ella tenía entonces 26 o 27 años y él, unos 5 o 6 años menos. Ramón menciona que el viejo del compañero era cana y que por eso se acuerda que le había robado la 9. La 9 de la discordia, dice. Resulta que estábamos los tres durmiendo en una camita de una plaza, los negros patas con patas y ella en un costado. En un momento  el compañero se levanta. Yo ya me estaba por dormir y repentinamente veo que el huevón se pone a joder con la 9 mm. De repente se le escapa un tiro. En el momento en que levanta la pistola, el tiro le pasa por arriba a Estela. Fue ahí donde me quedó grabado: el arma siempre para arriba.  Ese hecho me quedo grabado, casi le vuela la cabeza.
 Pero eso no fue todo, ya que al minuto se empezaron a escuchar sirenas por todo el lugar. Claro, al escuchar un tiro en medio de la noche, algún vecino llamó a la policía. Así que ahí mismo tuvieron que levantar todo y salir, en plena madrugada, a dar vueltas por la avenida Calchaquí, intentando tomar un colectivo, hacer un contacto telefónico. Todo esto con un bolso lleno de armas y granadas.
Finalmente lo ubican a Fito (Palito), que los traslada a una casa en Berazategui, casi al límite con La Plata. Una casa que se usaba para preparar grandes operativos militares, con lo cual Palito había pegado el grito en el cielo.
Ahora, veinticinco años después, Ramón se ríe al contar aquella tensa situación. Menciona que a Estela y a su compañero nunca más los vio, pero que sabe que sobrevivieron a la dictadura. Durante un tiempo pensamos que él había muerto, porque si bien durante el día laburaba de panadero, por las noches se iba de joda. Era un jodón el tipo, y una noche se fue a la bailanta y no volvió más. Después de un tiempo nos enteramos que estaba vivo, que se había tomado el “raje”.
Palito también continuó su vida, siempre en Quilmes. Varias veces fui a entrevistarme con él, pero por distintos motivos, nunca llegué a verle la cara. Siempre se ausentó de las citas. Nunca pude hacerle la entrevista.
Con Palito como responsable, y junto con su mujer, Ramón realizó todas sus tareas en el marco de su primer pelotón de combate, en ese año en el que todo en su vida cambió tan rápida e inesperadamente.

domingo, 13 de febrero de 2011

Séptima entrega: Beto (cuando el silencio...)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Séptima entrega: 
Beto, cuando el silencio vale más que mil palabras
TIEMPO: Febrero 3, 1977.
LUGAR: Una barriada del Distrito de Berazategui.
ESCENA: Víctor Hugo Díaz se encuentra, de un momento a otro, sumergido en el baúl de un automóvil, con las manos atadas y el rostro cubierto por una capucha. Escucha a unos hombres intercambiar comentarios y risas. Y al motor de otro auto que parece estar cercano. Son casi las doce de la noche y sus vecinos, como es costumbre en esas horas, duermen. El patio iluminado de su casa lo estremeció. Esa es la última imagen, la última sensación que sintió antes de llegar a ese lugar que, justo porque se le movió la capucha pudo darse cuenta de que era un cuartel del ejército. Beto intentó descubrir a qué cuartel lo estaban entrando, pero no pudo.
- X : ¿Vos sos Hugo Díaz?
- Beto: ...
- X: ¿Así que no vas a hablar?
- Beto: ...
- X: ¿Qué nivel tenés?
- Beto: No sé de qué me hablan.
- X: No te hagas el pelotudo, pibe. ¿Quién es tu responsable?
- Beto: No sé por qué me fueron a buscar.
- X: ¿Cómo se llaman tus compañeros?
- Beto: No sé de qué me hablan.

Aquel viernes había sido un día atípico, por más que Beto haya salido tranquilamente a comprar el diario y por más que haya trabajado fabricando muñecos, como lo venían haciendo cada mañana desde hacía cinco meses junto a su hermano Jun Antonio. Fue un día extraño, entre otras cosas, porque al volver con el diario en la mano, Beto se topa con unas chicas que le cuentan sobre unos tipos (de “mal aspecto”, dicen), que se dirigían en un auto y una camioneta, y que habían estado preguntando por la dirección del taller. También porque el vecino de la esquina le había comentado que unos tipos (“con pinta de chorros”, dijo), se habían parado con un auto y una camioneta, durante un rato, largo frente al taller donde fabricaban muñecos.
Como no hacía tanto que les habían entrado a robar, Beto, junto a Coco  −el mayor de sus hermano− y Cachito –un amigo del barrio que alguna vez había militado en la Juventud Peronista− montaron guardia en el lugar. Por eso, cuando alrededor de las diez de la noche escucharon frenadas de autos en el portón de entrada y una banda de tipos forzó el candado para entrar, pensaron, sólo por unos segundos, que se trataba de un robo. Por supuesto, rápidamente Beto se dio cuenta que se trataba de otra cosa, sobre todo cuando vio que uno de los tipos le apuntó con una escopeta a su hermano y otros comienzaron pegarle a Coco, sin dejar de preguntar todo el tiempo por Hugo Díaz.
-Yo soy el que buscan.
-No te hagas el piola porque te vacío el cargador.
Esa frase fue lo último que Beto escuchó antes de que lo cargaran en el baúl del auto.
Luego, tras repetir a sus captores que él no sabía de qué le estaban hablando, se quedó observando fijamente a uno de los represores. Como respuesta, su verdugo le metió los dedos en los ojos, ordenando inmediatamente que no lo mirara más a la cara. Ojos azules, el cabello rubio aunque un poco pelado, bigotes, los rasgos de ese tipo de unos 34 años jamás se borraría del recuerdo de Beto. Tal vez porque a pesar del dolor volvió a mirarlo.
¿Cuál era, en ese momento, su temor más grande? En ese momento, su temor más grande pasaba por no soportar la tortura. No aguantar y tener que hablar.
Vestido tan sólo con un slip, Beto se encuentra atado a un camastro de hierro, con unas sogas de cuero apretujándole las muñecas y los tobillos, y la picana eléctrica recorriéndole todo el cuerpo.
Como el oficial del relato de Franz Kafka, En la colonia penitenciaria, los verdugos del campo clandestino de detención en el que se encuentra secuestrado Beto también se deleitan perversamente con su castigo. Beto, como el condenado del relato kafkiano, también descifra el contenido de la condena con las heridas que se le imprimen en el cuerpo. Cómo desearían, si por ellos fuera, que esa práctica punitiva no se desarrollara en desconocidos cuartos, puertas adentro de un cuartel, sino en la calle, ante la vista de todos. Si por ellos fuera, regresarían a esos tiempos arcaicos en los cuales el castigo –como supo señalar Federico Nietzsche en la Genealogía de la moral– consistía siempre en alguna forma de mutilación corporal convertida en espectáculo público.
Pero Beto no está dispuesto a morir “como un perro”, tal como ha muerto Josep K, el personaje de  El proceso. No: Beto quiere otro destino diferente al del personaje de la novela de Kafka. Pero, ¿cómo hacer? El dolor ya se ha logrado apoderar de todo su cuerpo. No aguanta más y empieza a gritar. Antes de ver al tipo de ojos azules taparle la cara con una frazada, Beto puede darse cuenta que su verdugo lleva puesto un uniforme color petróleo, como los que usan los policías. ¿Cómo hacer? Escucha que suben el volumen de la radio. Sólo lo bajarán de tanto en tanto, para preguntarle sobre su nivel dentro de la organización, y el nombre de su responsable. ¿Cómo hacer? En principio, debía resistir la tortura, y después ver...
Por eso insistió en mantenerse sosteniendo la misma posición: que se habían equivocado, que él no tenía nada que ver; que no estaba metido en nada raro, que él trabajaba con sus hermanos, fabricando muñecos.
- Muñecos (el tipo de ojos azules hace una mueca). Tus hermanos van a tener que hacer el molde de un muñeco bien grande, para meterte a vos, pibe. Porque de acá no salís vivo. ¿Entendiste? Sos boleta, pibe: perdiste, ¿entendés? Tu vida ahora depende pura y exclusivamente de mi voluntad (el tipo de cabello rubio, aunque un poco pelado, vuelve a suspirar, da una vuelta, hace un silencio antes de continuar). Puedo matarte ahora o más tarde, mañana o pasado… cuando se me antoje.
El tipo de bigotes necesita que Beto cante. Quiere esa información. Y está dispuesto a realizar cualquier tipo de vejámenes para lograr su misión. Beto, en la soledad de la sala de torturas, se enfrenta a su verdugo, pero también se enfrenta a sí mismo. Surge, de ese silencio, su humanidad.  Si la angustia y el abandono se presentan allí en su rostro más crudo, más descarado, el silencio restituye en el condenado los aspectos de humanidad que intentan arrebatarle, junto con la información.
-Acá todos cantan, pibe. El primer día todos se hacen los duros, pero al segundo, al tercer día, ya no pueden más y cantan.
El verdugo presiona psicológicamente, no sólo con el dolor físico. Quiere información, datos que le sirvan para secuestrar a otro militante, torturarlo, hacerlo cantar (“cantá pibe, no seas boludo”), quebrarlo, recomenzar el ciclo nuevamente.
-¿Es un teniente? −pregunta un tipo que ha entrado a la sala de interrogaciones−. ¿Qué nivel tiene? Beto escucha a varios hombres entrar y salir del lugar. De repente, uno de los tipos, al parecer de mayor jerarquía que el resto, se dirige a él.
- Qué boludo, pibe: tus jefes en el exterior, cagándose de risa, y vos acá, haciéndote matar al pedo. Entendelo, pibe, eso de aguantarse la tortura son todas macanas. Eso te dicen ellos, que están afuera, tomando algo fresco, comiendo algo rico, con una minita tal vez. Pero vos… vos, pibe, estás acá. Así que decime. ¿Te vas a dejar matar?

domingo, 6 de febrero de 2011

Sexta entrega: Ramón y Marcela


PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL



I- Octubre 77: Este 17 Montoneros vence
Sexta entrega: Ramón y Marcela
Unos días antes de aquél 22 de octubre de 1977 –día en el que Nélida Marcela González (Kelly), como hemos visto, se tomara la pastilla de cianuro y llegara muerta al Hospital de Quilmes– días antes de aquél sábado –decía– Kelly habló con su madre, pidiéndole que no la buscaran si algo llegaba a pasarle.
− No hagas denuncias, vieja, caer es parte de la guerra−. Consecuente con los anhelos de su hija, su madre nunca la buscó.
Un  poco por eso nunca se hicieron homenajes ni actividades públicas reivindicando su caída, me cuenta Ramón dos décadas después. Por respeto a los familiares, ¿viste? Me pregunto entonces si este Folletín, humildemente, no viene un poco a funcionar, entre otras cosas, como un homenaje a Kelly, y a tantos muchachos y chicas que, como ella, dieron su vida enfrentando el nuevo modelo de país que los militares, con un importante consenso de la sociedad civil, vinieron a imponer en beneficio de los grandes grupos económicos, de los colegas de Martínez de Hoz.
Ramón, que tenía entonces 15 años, contaba ya con algunos elementos básicos de formación militar. Durante esos meses había aprendido a armar y desarmar una pistola (porque si te tenés que cagar a tiros, porque te quieren matar, tenés que saber defenderte), y hasta había participado de un cursito de un día, donde le habían enseñado a utilizar un “RPG7” (lanzagranadas que se adosa a los fusiles FAL). Una formación conceptual, se apresura en aclarar, porque imaginate que en esa época no te podías poner a practicar.
Marcela también tenía cierta formación militar y estaba fogueada en las tareas de la clandestinidad, a pesar de sus escasos 20 años. Tiempo antes se había salvado por poco de caer en manos de una patota del Ejército que cayó a su casa, y que al no encontrarla a ella se llevaron a su madre. Zafó de pedo, cuenta Ramón, porque como llovía decidió quedarse a dormir en la casa de una amiga. Los que no zafaron fueron los “caramelos”, las cartas que Hugo, el hermano de Ramón, le enviaba a Kelly desde la cárcel. Inmediatamente, los militares caen a la casa de Ramón, pero para llevarse a su madre y a su tía y no a él, de quien nadie sospechó nada.
Ramón, entonces, era chiquito, flaco, con cara de pibito. A nadie se le ocurría sospechar que detrás de ese aspecto se escondía un “delincuente subversivo”. Se ríe al contar que  esas épocas era muy común que por las calles te pidieran documentos a cada rato. ¡Pero a mí no me paraban! Sacó de allí, comenta, una teoría propia: tenía la cobertura adecuada. ¡Que les pidan documentos a los otros, a los sospechosos, no a mí! Yo trabajo, estudio, me veo con amigos que poco o nada tienen que ver con la política. ¡Soy un pibe normal!
Tanto era así que sus compañeros lo cargaban. “¿Cómo es estar afuera?”, le preguntaban todos desde ese adentro de la clandestinidad. Todos, menos él, usaban nombres de guerra, documentos falsos. Sus casas no eran solamente viviendas, sino, y sobre todo, “aguantaderos” de la organización. El, en cambio, vivía junto a su madre y a su tía. Nadie sospechaba que ese muchachito salía de su casa para ir a visitar compañeros, leer documentos de Montoneros y discutir sobre las posibilidades de organizar la resistencia en la zona sur del Conurbano Bonaerense.
Mantenerse con presencia en la zona, ese era su objetivo. Por eso realizaban, sobre todo, actividades de propaganda: poníamos gancheras en fábricas; repartíamos volantes-mariposas; hacíamos pintadas con aerosol.
Ramón me cuenta que estaban convencidos de que así como durante 18 años (de 1955 a 1973) se había intentado reprimir, aplastar, integrar, corromper al movimiento, y el conjunto del pueblo peronista no se rindió, había  luchado, resistido, ahora no tenía por qué no pasar lo mismo. Esa visión había. Ramón entendía entonces que, ante una dictadura como la que se había instalado en el poder,  lo que había que hacer era resistir, y el hecho de incorporarse a la guerrilla era, para él, la expresión más alta de  compromiso político. Yo entendía que la gente estaba asustada, pero estaba convencido que el pueblo nos quería, nos respetaba, porque éramos los únicos que resistíamos.
Ahora: ¿Por qué no se replegó en el momento? ¿Por qué se derrochó tanta energía en esos primeros dos años? Todas estas preguntas pasaron por la cabeza de Ramón durante todos estos años. Yo creo que porque ninguno de los militantes que nos encontrábamos en el país teníamos dimensión real de lo que globalmente estaba pasando, mucho menos los aspectos más siniestros de la represión.
Por supuesto, como años más tarde narrará Hernán López Echague en su novela Como viejos lobos (Editorial planeta, Buenos Aires, 2001), “hasta el 24 de marzo de 1976 había habido paraguas, perros, documentos, tortugas, y libros que desaparecían… Hasta la irrupción de los militares había habido casos aislados de empresarios, banqueros y dirigentes políticos o sindicales que desaparecían, sin dejar rastro alguno, con millones de pesos a cuesta; también hombres de paso ligero que al amparo de cualquier excusa desaparecían tras la puerta de su hogar para nunca retornar. También hijos hastiados de sus padres desaparecían. Pero eran desapariciones tramadas, voluntarias”.
Claro que antes de esa fecha también hubo desapariciones forzadas de personas por razones políticas. Pero eran casos aislados, no una metodología sistemática, diaria, masiva que se apropiara de los cuerpos y las subjetividades del otro para alejarlo lo más posible de su condición de humano.
Tal vez porque intuían todo esto, más allá de la poca información con la que contaban, los Montoneros silvestres andaban siempre con sus pastillas a mano. Salvo un informe interno que hubo de la “orga”, en donde una compañera contaba que se había escapado de un “campo de concentración”, que estaba lleno de cadáveres, en ese momento no había mucha información (Ramón no lo sabrá durante muchos años, pero Beto, que está en otro Pelotón pero dentro de la misma Sección de combate, también se escapó de uno). Recuerdo que fue algo que nos sorprendió a todos, porque en la época lo que decíamos era que había compañeros “chupados”, que habían “perdido”, sí, pero nosotros los dábamos por muertos, no decíamos: “están desaparecidos”. Lo que si veíamos es que a partir del 76 no había más presos legales, porque las tandas grandes  de entrada de presos se corta en todo el periodo posterior al golpe, pero no nos imaginábamos que pudieran existir “campos de concentración”. Lo que si sabíamos era que algunos estaban vivos y que colaboraban con el enemigo, que salían a marcar compañeros. Sin embargo, tampoco es que era una regla. Un compañero de la Sección, de  hecho, contó por esos días que al ir  a una cita ve que su enganche había caído, que estaba chupado dentro de un coche, pero no lo marca. Eso imaginábamos: que caías, te daban “máquina” para sacarte información,  y después te mataban. Y así cayeron la mayoría. La verdad es que en “pinzas” o en operativos fueron muy pocos los que cayeron.
Luego de un breve receso, en el cual Ramón calienta la pava y le cambia un poco de yerba al mate, retomamos la charla. No sin antes confirmar que el grabador funciona bien. “Perdí la cinta con la entrevista de Lila y Beto, donde la Petisa me cuenta la caída del Tata Sapag –le cuento a Ramón–. Se arruinó el cassette antes de que pudiera desgrabarlo”.
Fueron momentos en donde la vida se me partió al medio, dice, en alusión a la muerte de su cuñada. Armé muchas hipótesis y las seguí armando con los años. Está bien que yo no sabía tirar muy bien; que esperaba órdenes de la jefa; que si hubiese estado otro compañero con más experiencia y tiraba, tal vez, las cosas hubiesen sido distintas. Pero ¿qué instrucción militar tenia Kelly? ¿Sabía manejar un coche? Porque después te tenés que replegar. Está bien que podes apretar a alguno. Pero… Igual no alcanza. Toda la justificación y toda la vuelta que le encontrés, no alcanza. Ella ya no está, está muerta.
En su cartera, Marcela tenia cosas que podían identificarlo. Ella era su único enganche con la organización. Por eso no encuentra más remedio que huir a Corrientes, a la casa de unos familiares. Antes, por unos días, mientras organizaba los preparativos del repliegue, una familia lo guardó en su casa, por recomendación del cura Luis Farinello.
Era noviembre de 1977. El que compartía con Kelly había sido su segundo Pelotón. Y el último, al menos por un tiempo, hasta su reenganche en 1979.