domingo, 27 de febrero de 2011

Novena entrega: crónica de una fuga

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


II- 77: Peronismo Montonero

Novena entrega: Beto (crónica de una fuga)
TIEMPO: 1977, cinco de la mañana del 4 de febrero.
LUGAR: Zona Oeste del Gran Buenos Aires
ESCENA: Totalmente desnudo, las manos atadas contra el pecho y los ojos vendados con tela adhesiva, Beto soporta los dolores provocados por la picana eléctrica. Escucha que sus captores lo dan por desmayado. Si bien con escasas fuerzas, aún se mantiene en un estado de conciencia. Silencio, súbitamente, silencio. Tras unos minutos, escucha unos pasos y siente que alguien lo tapa con una frazada. Silencio, nuevamente silencio. De repente, lo impensado, lo inimaginable: escucha los ronquidos de su captor.
Cuando Beto logra despegarse la venda de la cara, observa que el guardia encargado de vigilarlo, se ha quedado dormido. El tipo ronca, y su ronquido pone en movimiento la pistola 9 mm que tiene apoyada sobre su pierna derecha. Con los dientes, Beto se desata los nudos de las vendas que le sujetan las manos y se quita la frazada de encima. Sus pies están hinchados, profundamente lastimados, a tal punto que no sabe aún si podrá o no sostenerse en pie. Al incorporarse, el dolor parece fulminarlo. Para colmo, el catre hace un ruido estrepitoso. Pero su captor continúa en ese otro mundo de los sueños.
El verdugo cae del sillón, luego de que Beto le estampe un fierrazo en la cabeza, provocando un ruido que retumba en todo el cuarto.
- ¡No me mates!
- ¿Dónde estamos?
- No me mates.
- Hijo de puta: ¡decime donde estamos!
- En la Tablada. En el Regimiento 3 de Infantería.
- …
- Por favor, no me mates.
Clemencia, eso es lo que pide el guardia, tirado en el piso, la cara cubierta de sangre. Ahora es Beto, por unos instantes, quien dispone de la vida y de la muerte del otro. No lo mata. Sólo le quita la ropa y sus pertenencias.
Al salir del edificio ve estacionado en el predio un Renault 12 color azul, pero no tiene las llaves y no piensa volver a buscarlas. Por eso sale de allí lo más rápidamente posible. Conserva el arma en la mano, listo para disparar. Sorprendentemente nadie parece haber escuchado los ruidos; nadie está esperándolo ahí afuera. Es entonces cuando corre hacia la ruta, por el Camino de Cintura, aunque todavía no lo sabe. Corre y corre hasta toparse con un alambrado. Lo salta y continúa corriendo, con las manos ensangrentadas. Cruza un zanjón, del que sale todo embarrado y continúa huyendo, siempre con el arma en la mano. Así logra cruzar la ruta y, de repente, se encuentra fuera del regimiento.
Frente a un kiosco de diarios, Beto grita su nombre completo y anuncia que ha sido secuestrado por el Ejército. Sorprendido, un repartidor de lácteos le indica por dónde puede dirigirse a la Estación José Ingenieros. “Si vienen les digo que no vi nada”, dice el muchacho. Beto le agradece y continúa con su fuga. No para de correr hasta llegar a los monoblock que se encuentran frente al predio militar. Allí, unos porteros que están barriendo la vereda se quedan petrificados mirando a ese joven con la remera ensangrentada. Él les cuenta lo sucedido y uno de ellos, de estatura similar a la suya, le da su camisa, con la cual Beto se dirige a la estación de trenes.
Al llegar a la estación puede ver que el tren acaba de marcharse; al mismo tiempo, se palpa el bolsillo de la camisa y corrobora que no ha perdido la documentación que le ha quitado a su captor: ahora su verdugo tiene nombre y apellido. Minutos después camina hacia la parada del colectivo, donde vuelve a contarles a unos transeúntes lo que le ha sucedido. Gracias a las monedas que le dan puede tomar un micro y llegar a Plaza Once, desde donde llama por teléfono a una vecina, para pedirle que advierta de la situación a su familia; para que les indique que se marchen, que sus vidas están en peligro. Aunque asustada, la vecina transmite el mensaje.
Beto vivía entonces en Villa España, distrito de Berazategui, junto a su madre, su abuela, y seis hermanos. “Éramos muy unidos”, cuanta años más tarde. Tal vez por eso es que decidieron no moverse del lugar, a pesar de que Beto, en el barrio, era un reconocido militante de la Juventud Peronista. Y a pesar de que desde hacía un tiempo formaba parte de la estructura militar de Montoneros. Allí, en su casa, los encontró a todos la patota del Ejército, cuando llegaron preguntando por él. Conmocionados, los vecinos miraban y escuchaban todo lo que pasaba alrededor.
-¿Dónde está?
-¡Ustedes se lo llevaron y ahora vienen buscándolo acá! –responde María Elvira, una de las hermanas de Beto-.
Como represalia, la partida militar se lleva por un tiempo a sus dos hermanos varones: Juan Antonio y juan Domingo.
Ser sobreviviente de un campo de concentración era como ser un fantasma. Así y todo, Beto se dispone a tomar contacto nuevamente con la organización. 

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