PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL
I- Octubre 77: Este 17 Montoneros vence
Sexta entrega: Ramón y Marcela
Unos días antes de aquél 22 de octubre de 1977 –día en el que Nélida Marcela González (Kelly), como hemos visto, se tomara la pastilla de cianuro y llegara muerta al Hospital de Quilmes– días antes de aquél sábado –decía– Kelly habló con su madre, pidiéndole que no la buscaran si algo llegaba a pasarle.
− No hagas denuncias, vieja, caer es parte de la guerra−. Consecuente con los anhelos de su hija, su madre nunca la buscó.
Un poco por eso nunca se hicieron homenajes ni actividades públicas reivindicando su caída, me cuenta Ramón dos décadas después. Por respeto a los familiares, ¿viste? Me pregunto entonces si este Folletín, humildemente, no viene un poco a funcionar, entre otras cosas, como un homenaje a Kelly, y a tantos muchachos y chicas que, como ella, dieron su vida enfrentando el nuevo modelo de país que los militares, con un importante consenso de la sociedad civil, vinieron a imponer en beneficio de los grandes grupos económicos, de los colegas de Martínez de Hoz.
Ramón, que tenía entonces 15 años, contaba ya con algunos elementos básicos de formación militar. Durante esos meses había aprendido a armar y desarmar una pistola (porque si te tenés que cagar a tiros, porque te quieren matar, tenés que saber defenderte), y hasta había participado de un cursito de un día, donde le habían enseñado a utilizar un “RPG7” (lanzagranadas que se adosa a los fusiles FAL). Una formación conceptual, se apresura en aclarar, porque imaginate que en esa época no te podías poner a practicar.
Marcela también tenía cierta formación militar y estaba fogueada en las tareas de la clandestinidad, a pesar de sus escasos 20 años. Tiempo antes se había salvado por poco de caer en manos de una patota del Ejército que cayó a su casa, y que al no encontrarla a ella se llevaron a su madre. Zafó de pedo, cuenta Ramón, porque como llovía decidió quedarse a dormir en la casa de una amiga. Los que no zafaron fueron los “caramelos”, las cartas que Hugo, el hermano de Ramón, le enviaba a Kelly desde la cárcel. Inmediatamente, los militares caen a la casa de Ramón, pero para llevarse a su madre y a su tía y no a él, de quien nadie sospechó nada.
Ramón, entonces, era chiquito, flaco, con cara de pibito. A nadie se le ocurría sospechar que detrás de ese aspecto se escondía un “delincuente subversivo”. Se ríe al contar que esas épocas era muy común que por las calles te pidieran documentos a cada rato. ¡Pero a mí no me paraban! Sacó de allí, comenta, una teoría propia: tenía la cobertura adecuada. ¡Que les pidan documentos a los otros, a los sospechosos, no a mí! Yo trabajo, estudio, me veo con amigos que poco o nada tienen que ver con la política. ¡Soy un pibe normal!
Tanto era así que sus compañeros lo cargaban. “¿Cómo es estar afuera?”, le preguntaban todos desde ese adentro de la clandestinidad. Todos, menos él, usaban nombres de guerra, documentos falsos. Sus casas no eran solamente viviendas, sino, y sobre todo, “aguantaderos” de la organización. El, en cambio, vivía junto a su madre y a su tía. Nadie sospechaba que ese muchachito salía de su casa para ir a visitar compañeros, leer documentos de Montoneros y discutir sobre las posibilidades de organizar la resistencia en la zona sur del Conurbano Bonaerense.
Mantenerse con presencia en la zona, ese era su objetivo. Por eso realizaban, sobre todo, actividades de propaganda: poníamos gancheras en fábricas; repartíamos volantes-mariposas; hacíamos pintadas con aerosol.
Ramón me cuenta que estaban convencidos de que así como durante 18 años (de 1955 a 1973) se había intentado reprimir, aplastar, integrar, corromper al movimiento, y el conjunto del pueblo peronista no se rindió, había luchado, resistido, ahora no tenía por qué no pasar lo mismo. Esa visión había. Ramón entendía entonces que, ante una dictadura como la que se había instalado en el poder, lo que había que hacer era resistir, y el hecho de incorporarse a la guerrilla era, para él, la expresión más alta de compromiso político. Yo entendía que la gente estaba asustada, pero estaba convencido que el pueblo nos quería, nos respetaba, porque éramos los únicos que resistíamos.
Ahora: ¿Por qué no se replegó en el momento? ¿Por qué se derrochó tanta energía en esos primeros dos años? Todas estas preguntas pasaron por la cabeza de Ramón durante todos estos años. Yo creo que porque ninguno de los militantes que nos encontrábamos en el país teníamos dimensión real de lo que globalmente estaba pasando, mucho menos los aspectos más siniestros de la represión.
Por supuesto, como años más tarde narrará Hernán López Echague en su novela Como viejos lobos (Editorial planeta, Buenos Aires, 2001), “hasta el 24 de marzo de 1976 había habido paraguas, perros, documentos, tortugas, y libros que desaparecían… Hasta la irrupción de los militares había habido casos aislados de empresarios, banqueros y dirigentes políticos o sindicales que desaparecían, sin dejar rastro alguno, con millones de pesos a cuesta; también hombres de paso ligero que al amparo de cualquier excusa desaparecían tras la puerta de su hogar para nunca retornar. También hijos hastiados de sus padres desaparecían. Pero eran desapariciones tramadas, voluntarias”.
Claro que antes de esa fecha también hubo desapariciones forzadas de personas por razones políticas. Pero eran casos aislados, no una metodología sistemática, diaria, masiva que se apropiara de los cuerpos y las subjetividades del otro para alejarlo lo más posible de su condición de humano.
Tal vez porque intuían todo esto, más allá de la poca información con la que contaban, los Montoneros silvestres andaban siempre con sus pastillas a mano. Salvo un informe interno que hubo de la “orga”, en donde una compañera contaba que se había escapado de un “campo de concentración”, que estaba lleno de cadáveres, en ese momento no había mucha información (Ramón no lo sabrá durante muchos años, pero Beto, que está en otro Pelotón pero dentro de la misma Sección de combate, también se escapó de uno). Recuerdo que fue algo que nos sorprendió a todos, porque en la época lo que decíamos era que había compañeros “chupados”, que habían “perdido”, sí, pero nosotros los dábamos por muertos, no decíamos: “están desaparecidos”. Lo que si veíamos es que a partir del 76 no había más presos legales, porque las tandas grandes de entrada de presos se corta en todo el periodo posterior al golpe, pero no nos imaginábamos que pudieran existir “campos de concentración”. Lo que si sabíamos era que algunos estaban vivos y que colaboraban con el enemigo, que salían a marcar compañeros. Sin embargo, tampoco es que era una regla. Un compañero de la Sección, de hecho, contó por esos días que al ir a una cita ve que su enganche había caído, que estaba chupado dentro de un coche, pero no lo marca. Eso imaginábamos: que caías, te daban “máquina” para sacarte información, y después te mataban. Y así cayeron la mayoría. La verdad es que en “pinzas” o en operativos fueron muy pocos los que cayeron.
Luego de un breve receso, en el cual Ramón calienta la pava y le cambia un poco de yerba al mate, retomamos la charla. No sin antes confirmar que el grabador funciona bien. “Perdí la cinta con la entrevista de Lila y Beto, donde la Petisa me cuenta la caída del Tata Sapag –le cuento a Ramón–. Se arruinó el cassette antes de que pudiera desgrabarlo”.
Fueron momentos en donde la vida se me partió al medio, dice, en alusión a la muerte de su cuñada. Armé muchas hipótesis y las seguí armando con los años. Está bien que yo no sabía tirar muy bien; que esperaba órdenes de la jefa; que si hubiese estado otro compañero con más experiencia y tiraba, tal vez, las cosas hubiesen sido distintas. Pero ¿qué instrucción militar tenia Kelly? ¿Sabía manejar un coche? Porque después te tenés que replegar. Está bien que podes apretar a alguno. Pero… Igual no alcanza. Toda la justificación y toda la vuelta que le encontrés, no alcanza. Ella ya no está, está muerta.
En su cartera, Marcela tenia cosas que podían identificarlo. Ella era su único enganche con la organización. Por eso no encuentra más remedio que huir a Corrientes, a la casa de unos familiares. Antes, por unos días, mientras organizaba los preparativos del repliegue, una familia lo guardó en su casa, por recomendación del cura Luis Farinello.
Era noviembre de 1977. El que compartía con Kelly había sido su segundo Pelotón. Y el último, al menos por un tiempo, hasta su reenganche en 1979.
Son durísimos los testimonios. Gracias Mariano por compartirlos
ResponderEliminarSaludos
David