PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL
II- 77: Peronismo Montonero
Octava entrega: Ramón…
Fue por los cigarrillos negros, en parte, y en parte por la ropa que llevaba puesta la Petisa Lila que Ramón se dio cuenta que su cuñada Kelly no llegaría aquella tarde de abril, y que, en cambio, su primera cita “orgánica” con Montoneros sería a través de esta “cumpa”. Ya la había visto venir, con el pañuelo atado en la cabeza, los jean, los zapatos tacos bajo, fumando un particulares 30. Entre esa pinta y la forma de caminar –rememora Ramón– era imposible no darme cuenta.
El tema es que como a su primera reunión de “ámbito” iba a llevarlo Marcela, Ramón no llevaba una revista o un diario debajo del brazo, como solía hacerse cuando se cubría una cita, porque ya se conocían. Yo la saqué igual, por el aspecto que tenía, pero igual caminé las cuatro cuadras que tenía que caminar por la vereda de los números pares, hasta llegar a la otra avenida, y volví por la vereda de enfrente, de nuevo hasta la avenida Pasco. Después, me cuenta Ramón, fueron con Lila a la parada del colectivo, con el cual llegaron a un barrio que en aquel momento no supo que era la Villa Itatí, en Quilmes, porque como se estilaba entonces los militantes iban a las reuniones “tapados”, es decir, sin mirar el recorrido que realizaban, ni la línea de colectivo que tomaban, nada que pudiera comprometer la seguridad de la casa y de quienes vivían allí.
Con sus 15 años, Ramón era el más chico de la reunión, aunque el resto de los muchachos y las chicas no superaban los 30, incluso los 25 años.
-Tenés dos posibilidades para incorporarte, Ramón: Ejército o Movimiento.
-Ejército.
-Menos mal, porque es lo único que hay.
Cuál fue el documento que leyeron aquel día Ramón nunca pudo recordarlo. Aunque hay algo que jamás se borró de su memoria: el guiso que comieron. Lo preparó una compañera, estaba realmente incomible.
En determinado momento de la reunión le cuentan que, por los golpes asestados por la represión, a esa altura ya no quedaba prácticamente nada de la estructura política. Así, las operaciones militares, las actividades de propaganda, todo, hasta lo más sencillo, como hacer una pintada, se transforma en acciones armadas. Tenías que ir armado, porque si te cruzabas con el Ejército, te tenías que cagar a tiros, o directamente te mataban.
Para Ramón no había mucho por discutir. Él era peronista, de los que entendían que la burocracia sindical era un cáncer instalado en el propio organismo, un agente del enemigo en el movimiento; que López Rega e Isabel habían sido unos hijos de puta que desde un gobierno que se decía peronista masacraron peronistas y que, por lo tanto, ahora había que tener paciencia. Paciencia, sí, pero no inmovilidad. Si la gente tenía miedo, era entendible, pero no era excusa para no continuar con la lucha. O comenzarla, como en su caso. Como decían sus compañeros, durante la “resistencia peronista” la gente abría las puertas de sus casas. Y si bien ahora había miedo, mucho miedo, y los milicos estaban por todas partes, no por eso había que abandonar los contactos con simpatizantes. No se podía organizar nada, es cierto, pero mantener las visitas de los “contactos” que tenían en la villa era fundamental, una tarea más, gris, menos ruidosa y visible que las operaciones militares, pero una tarea más dentro de las estrategias que la organización se daba para profundizar la resistencia montonera.
En Itatí, además, la Sección contaba con una “casa operativa”, donde se reunían, guardaban armas y materiales de propaganda y cada tanto, cuando era necesario, algunos militantes se quedaban a dormir.
Ramón recuerda una de esas noches en que se quedó allí. Estaban, con él, una compañera a quienes todos llamaban La Mendocina, y otro muchacho, de quien nunca pudo acordarse de su nombre, pero que siempre recordó como el compañero de Estela. Ella tenía entonces 26 o 27 años y él, unos 5 o 6 años menos. Ramón menciona que el viejo del compañero era cana y que por eso se acuerda que le había robado la 9. La 9 de la discordia, dice. Resulta que estábamos los tres durmiendo en una camita de una plaza, los negros patas con patas y ella en un costado. En un momento el compañero se levanta. Yo ya me estaba por dormir y repentinamente veo que el huevón se pone a joder con la 9 mm. De repente se le escapa un tiro. En el momento en que levanta la pistola, el tiro le pasa por arriba a Estela. Fue ahí donde me quedó grabado: el arma siempre para arriba. Ese hecho me quedo grabado, casi le vuela la cabeza.
Pero eso no fue todo, ya que al minuto se empezaron a escuchar sirenas por todo el lugar. Claro, al escuchar un tiro en medio de la noche, algún vecino llamó a la policía. Así que ahí mismo tuvieron que levantar todo y salir, en plena madrugada, a dar vueltas por la avenida Calchaquí, intentando tomar un colectivo, hacer un contacto telefónico. Todo esto con un bolso lleno de armas y granadas.
Finalmente lo ubican a Fito (Palito), que los traslada a una casa en Berazategui, casi al límite con La Plata. Una casa que se usaba para preparar grandes operativos militares, con lo cual Palito había pegado el grito en el cielo.
Ahora, veinticinco años después, Ramón se ríe al contar aquella tensa situación. Menciona que a Estela y a su compañero nunca más los vio, pero que sabe que sobrevivieron a la dictadura. Durante un tiempo pensamos que él había muerto, porque si bien durante el día laburaba de panadero, por las noches se iba de joda. Era un jodón el tipo, y una noche se fue a la bailanta y no volvió más. Después de un tiempo nos enteramos que estaba vivo, que se había tomado el “raje”.
Palito también continuó su vida, siempre en Quilmes. Varias veces fui a entrevistarme con él, pero por distintos motivos, nunca llegué a verle la cara. Siempre se ausentó de las citas. Nunca pude hacerle la entrevista.
Con Palito como responsable, y junto con su mujer, Ramón realizó todas sus tareas en el marco de su primer pelotón de combate, en ese año en el que todo en su vida cambió tan rápida e inesperadamente.
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