domingo, 13 de febrero de 2011

Séptima entrega: Beto (cuando el silencio...)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Séptima entrega: 
Beto, cuando el silencio vale más que mil palabras
TIEMPO: Febrero 3, 1977.
LUGAR: Una barriada del Distrito de Berazategui.
ESCENA: Víctor Hugo Díaz se encuentra, de un momento a otro, sumergido en el baúl de un automóvil, con las manos atadas y el rostro cubierto por una capucha. Escucha a unos hombres intercambiar comentarios y risas. Y al motor de otro auto que parece estar cercano. Son casi las doce de la noche y sus vecinos, como es costumbre en esas horas, duermen. El patio iluminado de su casa lo estremeció. Esa es la última imagen, la última sensación que sintió antes de llegar a ese lugar que, justo porque se le movió la capucha pudo darse cuenta de que era un cuartel del ejército. Beto intentó descubrir a qué cuartel lo estaban entrando, pero no pudo.
- X : ¿Vos sos Hugo Díaz?
- Beto: ...
- X: ¿Así que no vas a hablar?
- Beto: ...
- X: ¿Qué nivel tenés?
- Beto: No sé de qué me hablan.
- X: No te hagas el pelotudo, pibe. ¿Quién es tu responsable?
- Beto: No sé por qué me fueron a buscar.
- X: ¿Cómo se llaman tus compañeros?
- Beto: No sé de qué me hablan.

Aquel viernes había sido un día atípico, por más que Beto haya salido tranquilamente a comprar el diario y por más que haya trabajado fabricando muñecos, como lo venían haciendo cada mañana desde hacía cinco meses junto a su hermano Jun Antonio. Fue un día extraño, entre otras cosas, porque al volver con el diario en la mano, Beto se topa con unas chicas que le cuentan sobre unos tipos (de “mal aspecto”, dicen), que se dirigían en un auto y una camioneta, y que habían estado preguntando por la dirección del taller. También porque el vecino de la esquina le había comentado que unos tipos (“con pinta de chorros”, dijo), se habían parado con un auto y una camioneta, durante un rato, largo frente al taller donde fabricaban muñecos.
Como no hacía tanto que les habían entrado a robar, Beto, junto a Coco  −el mayor de sus hermano− y Cachito –un amigo del barrio que alguna vez había militado en la Juventud Peronista− montaron guardia en el lugar. Por eso, cuando alrededor de las diez de la noche escucharon frenadas de autos en el portón de entrada y una banda de tipos forzó el candado para entrar, pensaron, sólo por unos segundos, que se trataba de un robo. Por supuesto, rápidamente Beto se dio cuenta que se trataba de otra cosa, sobre todo cuando vio que uno de los tipos le apuntó con una escopeta a su hermano y otros comienzaron pegarle a Coco, sin dejar de preguntar todo el tiempo por Hugo Díaz.
-Yo soy el que buscan.
-No te hagas el piola porque te vacío el cargador.
Esa frase fue lo último que Beto escuchó antes de que lo cargaran en el baúl del auto.
Luego, tras repetir a sus captores que él no sabía de qué le estaban hablando, se quedó observando fijamente a uno de los represores. Como respuesta, su verdugo le metió los dedos en los ojos, ordenando inmediatamente que no lo mirara más a la cara. Ojos azules, el cabello rubio aunque un poco pelado, bigotes, los rasgos de ese tipo de unos 34 años jamás se borraría del recuerdo de Beto. Tal vez porque a pesar del dolor volvió a mirarlo.
¿Cuál era, en ese momento, su temor más grande? En ese momento, su temor más grande pasaba por no soportar la tortura. No aguantar y tener que hablar.
Vestido tan sólo con un slip, Beto se encuentra atado a un camastro de hierro, con unas sogas de cuero apretujándole las muñecas y los tobillos, y la picana eléctrica recorriéndole todo el cuerpo.
Como el oficial del relato de Franz Kafka, En la colonia penitenciaria, los verdugos del campo clandestino de detención en el que se encuentra secuestrado Beto también se deleitan perversamente con su castigo. Beto, como el condenado del relato kafkiano, también descifra el contenido de la condena con las heridas que se le imprimen en el cuerpo. Cómo desearían, si por ellos fuera, que esa práctica punitiva no se desarrollara en desconocidos cuartos, puertas adentro de un cuartel, sino en la calle, ante la vista de todos. Si por ellos fuera, regresarían a esos tiempos arcaicos en los cuales el castigo –como supo señalar Federico Nietzsche en la Genealogía de la moral– consistía siempre en alguna forma de mutilación corporal convertida en espectáculo público.
Pero Beto no está dispuesto a morir “como un perro”, tal como ha muerto Josep K, el personaje de  El proceso. No: Beto quiere otro destino diferente al del personaje de la novela de Kafka. Pero, ¿cómo hacer? El dolor ya se ha logrado apoderar de todo su cuerpo. No aguanta más y empieza a gritar. Antes de ver al tipo de ojos azules taparle la cara con una frazada, Beto puede darse cuenta que su verdugo lleva puesto un uniforme color petróleo, como los que usan los policías. ¿Cómo hacer? Escucha que suben el volumen de la radio. Sólo lo bajarán de tanto en tanto, para preguntarle sobre su nivel dentro de la organización, y el nombre de su responsable. ¿Cómo hacer? En principio, debía resistir la tortura, y después ver...
Por eso insistió en mantenerse sosteniendo la misma posición: que se habían equivocado, que él no tenía nada que ver; que no estaba metido en nada raro, que él trabajaba con sus hermanos, fabricando muñecos.
- Muñecos (el tipo de ojos azules hace una mueca). Tus hermanos van a tener que hacer el molde de un muñeco bien grande, para meterte a vos, pibe. Porque de acá no salís vivo. ¿Entendiste? Sos boleta, pibe: perdiste, ¿entendés? Tu vida ahora depende pura y exclusivamente de mi voluntad (el tipo de cabello rubio, aunque un poco pelado, vuelve a suspirar, da una vuelta, hace un silencio antes de continuar). Puedo matarte ahora o más tarde, mañana o pasado… cuando se me antoje.
El tipo de bigotes necesita que Beto cante. Quiere esa información. Y está dispuesto a realizar cualquier tipo de vejámenes para lograr su misión. Beto, en la soledad de la sala de torturas, se enfrenta a su verdugo, pero también se enfrenta a sí mismo. Surge, de ese silencio, su humanidad.  Si la angustia y el abandono se presentan allí en su rostro más crudo, más descarado, el silencio restituye en el condenado los aspectos de humanidad que intentan arrebatarle, junto con la información.
-Acá todos cantan, pibe. El primer día todos se hacen los duros, pero al segundo, al tercer día, ya no pueden más y cantan.
El verdugo presiona psicológicamente, no sólo con el dolor físico. Quiere información, datos que le sirvan para secuestrar a otro militante, torturarlo, hacerlo cantar (“cantá pibe, no seas boludo”), quebrarlo, recomenzar el ciclo nuevamente.
-¿Es un teniente? −pregunta un tipo que ha entrado a la sala de interrogaciones−. ¿Qué nivel tiene? Beto escucha a varios hombres entrar y salir del lugar. De repente, uno de los tipos, al parecer de mayor jerarquía que el resto, se dirige a él.
- Qué boludo, pibe: tus jefes en el exterior, cagándose de risa, y vos acá, haciéndote matar al pedo. Entendelo, pibe, eso de aguantarse la tortura son todas macanas. Eso te dicen ellos, que están afuera, tomando algo fresco, comiendo algo rico, con una minita tal vez. Pero vos… vos, pibe, estás acá. Así que decime. ¿Te vas a dejar matar?

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