sábado, 28 de mayo de 2011

Decimoctava entrega: Daleo (II)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimoctava entrega: Graciela “Viky” Daleo (II)
Las vacaciones de febrero de 1977 fueron una bisagra en la vida y la militancia de Graciela Viky Daleo. Aquellos quince días en San Clemente del Tuyú, junto a Felipe y Ariel Ferrari, Pablo, Beto y La Negra, junto a Polo y Rafaél Espina (que “perderían” tiempo después), fueron una bocanada de aire fresco ante tantas tensiones y complicaciones que el enfrentamiento a la dictadura implicaban en el día a día. Aquellas vacaciones fueron una bisagra porque realmente partirían su vida en dos. A su regreso entraría en una vorágine que no pararía hasta su caída en manos de los Marinos y su traslado a al ESMA, donde la vorágine ya sería otra.
Durante esos últimos once meses (es decir, desde el Golpe de Estado hasta esos días), Victoria había pasado por un sinfín de situaciones agobiantes. Había vivido amuchada junto a Kika Osatinski, Lucy y Monra y su hija de ocho años en un departamento rentado por la Organización para realizar tareas de estructura, ubicado sobre la avenida Rivadavia, en el barrio de Flores. Iba de acá para allá, todo el día con la pastilla de cianuro encima, teniendo citas con compañeros de distintas zonas, pasando información y  materiales. Tal vez los únicos momentos de distención (ir a algún cine de la calle Lavalle, por ejemplo, a ver alguna película, y reírse un poco, cómo aquella vez que asistió junto a El Loco Nicolás a una proyección de Bananas, de Woody Allen), se veían luego opacados por los golpes recibidos. En este caso, porque Nicolás –presentado a Viky por Barbarella y Polo– no sólo había caído en manos del enemigo, sino que además había delatado.
Después, luego de las grandes caídas conocidas como “El día de las citas nacionales”, en octubre del 76, Viky tuvo que replantearse todo: ir a una peluquería, con la historia de que recién se separaba y quería cambiar de look, para transformase, ser otra, irreconocible si andaba por las calles y alguien la veía. Bancarse luego que todos le dijeran que en su paso por la peluquería de Pellegrini y Arenales sólo la hacían verse como Viky, pero ahora con claritos y un rebajado en el cabello. Y luego el pase a la Secretaría de Organización, el funcionamiento en una oficina en el barrio de Ciudadela y otra vez las caídas: chau la oficina y sus nuevas tareas. Y noviembre, diciembre y las fiestas. Y con la despedida del año más despedidas. O ni siquiera, porque a los compañeros, a las compañeras, no se los despedía: se los perdía.
En marzo del 77,  tras el regreso de sus vacaciones en la costa, Viky se encuentra por primera vez con Eduardo Moyano (El Negro Ricardo). Desde ese momento deja de realizar tareas en el Aparato de la Organización y pasa a militar en la zona sur. Si bien continua viviendo en capital, sus tareas las desarrolla en Avellaneda. Días después conocerá a José, su nuevo responsable, con quien tendrá una cita en Gerli. El Gordo, como lo llamaban sus compañeras y compañeros a José. “Gordote, morochón, con pinta de boxeador retirado poco antes”, según aparece descrito en las páginas de La voluntad, de Anguita y Caparrós. José es un tipo de la zona, laburante, a quien la dictadura ha golpeado fuertemente: seis meses antes de ese encuentro con Viky, El Gordo pierde a su mujer y a una de sus hijas en un enfrentamiento producido con las fuerzas represivas en la zona de Villa Corina. La primera porque se tira para una ventana, evitando caer viva en manos de los militares; la segunda alcanzada por las balas que buscan aniquilar al enemigo de la patria.
Abocado a las tareas territoriales, encuadrado en un ámbito de la Secretaría Política, junto a Viky y Marcela Oesterheld (una de las cuatro hijas del reconocido historietista, también militante montonero) José vivía junto a sus otras dos hijas y una pareja de militantes en una de las barriadas cercanas al cruce con la Capital.
Victoria comienza a viajar día a día, desde Villa del Parque hasta el sur del Conurbano, ya que una de las primeras medidas que toma es buscarse un trabajo por la zona. Así, consigue entrar como dactilógrafa en Papelera del Plata, en Wilde.
Para el primer aniversario del Golpe Viky ya se encuentra inserta en el funcionamiento de Sur. Para mostrar que a un año del intento por desarticular el nivel de combate de las fuerzas populares no ha sido tan exitoso como intentaba presentar la Junta, Viky y José realizan una operación de propaganda por la zona. Una operación sencilla, que consistía en tirar unos miguelitos sobre Camino General Belgrano, y repartir luego unos volantes firmados por Montoneros, en las casas humildes de esa humilde barriada de la zona sur.
Por esos días caen Adriana Gatti, junto a otros tres militantes, en un operativo represivo grande que los militares realizan en la zona y que ellos pudieron ver desde una terraza. Humo, explosiones, iros, sirenas helicópteros y hasta tanquetas del Ejército se desplegaron aquél feriado de semana santa.
Durante esos meses continuaron realizando las actividades que podían: juntarse para leer el Evita Montonera y debatirlo, atender algunos de los contactos que se tenían en el territorio: a través de ella, que siempre había sido cristiana, vinculándose a una parroquia de Wilde y otra de Villa Corina; a partir del Negro, el Conejo y Cacholo, tendiendo vínculos con el Club del barrio, donde llegaron hasta poder armar un equipo de fútbol.
Las operaciones de propaganda (siempre armadas, ya que tenían que asistir armados y con pastillas de cianuro encima) las hacía sólo en momentos puntuales, como el 7 de septiembre, cuando salieron por Sarandí a repartir volantes, recordando a Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus, dos de los fundadores de la Organización, caídos en combate en William Morris, en el oeste del Conurbano, seis años antes, luego de que las fuerzas represivas comenzaran a pisarles los talones, tras el ajusticiamiento del ex presidente de facto, el General Pedro Eugenio Aramburu, responsable del derrocamiento del General Perón en el 55 y de la represión desatada contra el movimiento peronista, que implicó no sólo cárcel, torturas y proscripciones, sino también fusilamientos de civiles y militares insurrectos contra la dictadura de entonces.
Pero el cerco represivo comenzaba a cerrarse cada vez más. A su vuelta de Bariloche, donde Victoria había ido para visitar a su hermano y salir como madrina de su hijo, donde había sentido el contrapunto de encontrarse tranquila, en una casita en medio del bosque –decía– a la vuelta de ese breve viaje, Viky se encuentra con una situación que cada vez se complica más. Por esos días, el Negro se aleja de la Organización; Cacholo ya estaba muerto y ella ya no es bienvenida en la parroquia. Junto a José, se ven obligados a yirar de acá para allá, durmiendo en hoteles, porque las casas ya no eran seguras.
Es en ese contexto que a Viky le llega el pase a Sur II. Estamos en octubre de 1977, y como el Gordo José sabe que se vienen los operativos en conmemoración por el 17 de octubre, insiste para que Victoria demore unos días su pase. En Berazategui –dice– se dura 15 días con vida. El 19 Viky piensa renunciar a su trabajo de dactilógrafa y ver cómo se reacomoda en el segundo cordón del conurbano. Pero no va a llegar nunca a encontrarse con Beto, ni con la Petisa, Ramón, Marcela, ni con ninguno de los militantes que intentan continuar la resistencia en la zona de Quilmes, Berazategui y Florencio Varela. Desde el 18 de octubre de 1977, el próximo destino de Graciela Viky Daleo será la ESMA. Allí será una prisionera más silvestre que los silvestres montoneros que se encuentran afuera de los Centros Clandestinos de Detención-Exterminio. Tensionada permanentemente entre la vida y la muerte,  tendrá que sortear las dificultades más penosas, más terribles, en un mundo inimaginable hasta entonces. Seguramente, para poder continuar con la resistencia allí dentro, se haya tenido que haber aferrado a una imagen, una frase, un sentimiento. Tal vez, todo eso se haya concentrado en la ya mencionada frase que Norma Gaby Arrostito le dijo en susurros: “yo no colaboro”.

domingo, 15 de mayo de 2011

La narrativa de Guillermo Saccomanno

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL



II- 77: Peronismo Montonero

 Decimoséptima entrega: Literatura y dictadura (III)
 La narrativa de Guillermo Saccomanno

Con 77 (2008), Guillermo Saccomanno cierra su trilogía de novelas: La lengua del Malón (2003) y El amor argentino (2004), cuyo protagonista es el profesor Gómez. En 1977 Gómez enseña Literatura Argentina en un colegio secundario. Es un “cincuentón que está de vuelta”. Es cabecita negra. Es puto. Es casi peronista. En el país de la Sociedad rural todos somos ganado que avanza hacia el matadero –dice Gómez–. En ese país en el que los militares han vuelto sospechoso lo cotidiano y transformado al prójimo en alcahuete, todos somos sospechosos, pero también alcahuetes en potencia.
Cabría preguntarse aquí si realmente todos eran sospechosos, o si la sospecha recaía sobre un sector de la población, masivo sí, pero que sólo era posible de ser sospechado por el aval que otro sector civil prestaba a los militares. Pilar Calveiro señala, en su ya citado libro Poder y desaparición…, que si bien las responsabilidades, la trama que teje la historia, no son homogéneas, en nuestro país, han sido tanto los civiles como los militares quienes han tejido la trama del poder. “Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad”. Por eso, no ve al Proceso de Reorganización Nacional como una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad y su historia, sino que “forma parte de su trama, está unido a ella y arraigada en su modalidad y las características del poder establecido” (pp. 10-27).
De todos modos, no quiero apartarme de las novelas de Saccomanno, y de 77 en particular. Publicada luego de que realizara todas las entrevistas a los montoneros silvestres, no tuve oportunidad de preguntarles luego, a los entrevistados, si la habían leído. Pero no importa: pueden tomarse estas líneas como una digresión, una suerte de intromisión del narrador en estas historias cuyo protagonista son las mujeres y hombres que resistieron a la dictadura militar.
Estábamos, entonces, en que el profesor Gómez enseña Literatura Argentina en un colegio secundario. Allí comparte sus días con sus alumnos, pero también con sus colegas, esos docentes que van a la sala de profesores a tomar mate cocido sólo después de haber comido (solos y a escondidas) las cosas ricas que han llevado. Y es allí, en el colegio, donde se transforma en testigo obligado del secuestro de esteban Echagüe, uno de sus alumnos que es “arrancado” de la clase que da sobre Facundo, de Sarmiento (enseñado desde Hernández Arregui). Según nos cuenta Saccomanno, el profesor Gómez era especialista en literatura inglesa, pero acorde con los tiempos de anticolonialismo que agitaban al país durante los primeros años de la década del 70, se había pasado a la literatura nacional. Había pasado a preguntarse (y preguntarle a sus estudiantes), qué definía lo nacional. Y a recorrer los lugares escindidos por la barricada que separaba los bandos que, desde Sarmiento, se denominaban como civilización y como barbarie. Conversando en torno a esas preguntas estaban cuando la patota irrumpió (“de civil. Calzados”) en la clase. “Los tipos se le fueron al humo. Le abrieron la boca. Lo agarraron a culatazos, lo arrastraron a través del patio. La sangre quedó en las baldosas. Así se lo Llevaron”.
Por supuesto, a excepción de la sistematización del dispositivo del secuestro, estas condiciones de violencia estaban instaladas desde hacía largo tiempo en el seno de la cultura militar argentina –como supo destacar Oscar Terán en su artículo “La década del 70: la violencia de las ideas”– junto con las prácticas de cuartel violatorias del respeto humano y aceptadas socialmente (Revista Lucha armada en la Argentina N° 5). Y Sacomanno no sólo que lo sabe, sino que ha sido capaz de narrar esas prácticas de manera magistral. Así, en Bajo bandera, novela situada en un cuartel del sur del país, en el año 1969, se cuenta aquello que ya todos sabían pero daban por sentado que era inmodificable: los castigos y las humillaciones a los que eran expuestos –junto con el hambre y el frío– esos muchachos que durante un año o más, eran reducidos a objetos que Corrían, Limpiaban y Barrían para beneplácito de sus verdugos. Violencia militar también presente en la secuencia de esta trilogía.
Recordemos que esta historia comienza cuando, en La lengua del malón, el profesor Gómez ve morir a su amiga Lía, junto a Delia, su amante. Lía es lesbiana, izquierdista y judía, además de poeta y periodista de La Nación. Delia –obviamente, también lesbiana– es escritora (autora de la inconclusa novela La lengua del malón, cuyos manuscritos conservará el profesor Gómez), sí, pero también la mujer de un capitán golpista, que conspira contra el gobierno de Perón (el hijo de Delia y el Capitán gorila, será un joven militante que se integrará a la guerrilla a mediados de los 70). Las ve morir en aquella tarde de junio de 1955, cuando los militares bombardeen la Plaza de Mayo: son los prolegómenos de la Revolución Fusiladora de Aramburu y Rojas.
En El amor argentino, situada en enero de 1959, el profesor Gómez, que deambula por la vida investigando un supuesto amorío entre Roberto Arlt y Eva Duarte (antes de que se transformara en Evita, en la mujer del Coronel Perón, en la abanderada de los humildes), decía, el profesor Gómez se topa con Roberto, no Arlt, por supuesto, sino un obrero de la carne, un activista sindical que protagonizará la emblemática toma del Frigorífico Lisandro de la Torre, en el barrio porteño de Mataderos. Un prole de quien el profesor Gómez va a enamorarse.
El cuarto de siglo más conflictivo, convulsivo y políticamente más productivo del siglo XX en nuestro país, es abordado por Saccomanno como materia prima de sus ficciones. No son, sin embargo, “novelas históricas”. Es en La lengua del malón donde aparecen algunas reflexiones en torno a la narrativa literaria y la historia socio-política. Veamos:
“… lo mío, en todo caso, es pasión por la verdad histórica. La memoria de una patria clandestina, sumergida. Me gusta pensar mis papeles como sábanas que algún día habrán de exhibirse en un balcón, como se acostumbraba antes, después de la noche de bodas: mostrarle al vecindario la sábana manchada de sangre virgen. Todas las páginas de nuestro pasado, sábanas ensangrentadas. Una metáfora: la patria es la novia ensangrentada, desvirgada en una violación”.
Saccomanno se inscribe así en el legado literario inaugurado por David Viñas, para quien la literatura argentina comienza con una violación, es decir que, con El matadero, de Esteban Echeverría, se inaugura en nuestras letras la marca de la violencia sobre el cuerpo textual, sobre el lenguaje, pero también, sobre los cuerpos de carne y hueso.
El peronismo en la resistencia, por supuesto, atraviesa todas estas historias.  Y también el peronismo en el gobierno, que estará presente en otras de sus novelas: El buen dolor (1999) y El pibe (2006). En el primero, el protagonista cuenta que su padre puteaba por lo bajo y apagaba la radio cuando escuchaba hablar a Perón, a quien llamaba El Tirano. Es que este sastre anarquista, que había estudiado periodismo en su juventud, ahora (se refiere a la década del 50) se veía obligado a no ejercer el oficio, producto de su negativa a afiliarse al Partido Justicialista. En el segundo, igualmente situado en Mataderos, también la política se mezcla con el sexo y con lo prohibido: en este caso, el terror del Pibe de ser “marica”. Aquí el padre del protagonista también es antiperonista, porque es socialista (como el padre del autor) y la madre (a quien él llama “compañera”, a pesar de que no quiere que ella salga a trabajar) simpatiza con Evita. De allí que él la acuse de “haber votado al tirano”, en las elecciones en las que la mujer ha votado por primera vez en la historia nacional. El peronismo, eso sí, es presentado en esta novela desde la mirada de un niño, un muchachito en realidad, que puede discernir ya entre lo que ve y lo que escucha. Un pibe que es capaz de pensar:
“Todos en el barrio le deben algo a Evita. Todos menos nosotros, que por mi padre somos una familia contrera. Los grandes le deben un trabajo, un remedio, un abrigo, un pan dulce. Los pibes, una camiseta de fútbol y una pelota. Las nenas, una muñeca, un vestido. Evita es el guardapolvo del colegio y la silla de ruedas de los inválidos. A evita la quieren hombres y mujeres, viejos y jóvenes. La quieren los inmigrantes y los cabecitas negras. Porque Evita, como dice la propaganda del gobierno, dignifica. Hay que ser jodido para no quererla”.
Ahora sí, retomando 77, quisiera destacar como Sacomanno logra pasar factura sobre los distintos comportamientos sociales ante la dictadura. Porque así es: pasa factura, una y otra vez.
Una factura para algunos de sus colegas: “Entre la humorada y lo siniestro, a la Sociedad Argentina de Escritores se la llamó la Sade feminizando al Divino Marqués. En el país campo de concentración, la Sade juntaba a los gorilas mediocres que respaldaban golpes militares y persecuciones de obreros”.
Otra factura para la cúpula de la Iglesia: “Azucena y Pedro tuvieron un pibe, me contó de Franco. El pibe estudiaba en el industrial. Era el sueño del padre: que fuera al Otto Krause. Pero se metió en política. Primero en el CNU, la derecha peronista. Después se pasó a la izquierda del movimiento. Cuando fue el golpe, Gabrielito militaba en la Columna Norte. Lo chuparon en una casa de Munro. El padre ferretero consiguió una recomendación para ver a un cura en el arzobispado. Azucena y el marido fueron juntos. El cura tenía una lista de nombres. Gabrielito no figuraba. Al despedirse el cura los consoló con un abrazo. No tenían que perder la fe, les dijo. El destino de Gabrielito estaba en manos del Señor. En ese abrazo el matrimonio notó que el cura estaba calzado”.
Y más facturas: para los organismos internacionales. Como por ejemplo, ésta: “Por el país había pasado una funcionaria norteamericana de Derechos Humanos. Propulsores del golpe, de un exterminio rápido de la insurgencia, como lo aconsejó kissinger, ahora los yanquis parecían molestos por la carnicería chapucera de los milicos argentinos. Un escándalo internacional era esta dictadura. Ahora los yanquis amenazaban con quitarle el apoyo”.
Y también para la clase política tradicional: “La subversión estaba aniquilada, decían los diarios. Los milicos informaban que las urnas estaban bien guardadas. Pero los políticos, como si nada, seguían sobándole el lomo a los milicos con la esperanza de un favor”. Por supuesto, también a la política tradicional de izquierda. No a esa nueva izquierda que en esos momentos dejaba el pellejo, al igual que izquierda peronista, en las salas de tortura de los campos de concentración, sino a la otra, a la de la co-existencia pacífica: “El Partido Comunista repudiaba este interés de los yanquis por los derechos humanos. Lo criticaban y rechazaban como una intromisión imperialista más. Sus traiciones eran históricas. Ahora tenían un buen motivo: la dictadura le vendía trigo a la Unión Soviética”.
Pase de facturas que tienen que ver con que ver con una posición estético-política. Tal como remarcó Saccomanno en una entrevista para una revista apenas salió la novela a la calle, lo que más le interesaba trabajar en el libro era la complicidad civil, el vuelco de un sector grande de la sociedad a posiciones reaccionarias.
Como sea, quisiera terminar este recorrido por la narratividad de Guillermo Sacomanno con una frase de 77 que, sospecho, encierra un poco la perspectiva con la que está escrita esta entrega del Folletín:
“Era necesario seguir adelante. Si estaba vivo, me dije, debía resistir. Me gustaba, me sigue gustando el verbo: resistir. Un sobreviviente es alguien que resiste. Salí al balcón. El sol era un milagro…
… Y el mundo sigue andando”.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Decimoséptima entrega: Pocho (II)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

 Decimoséptima entrega: Pocho (II)
El tiempo es olvido… y es memoria, escribió Jorge Luis Borges en “Milonga de Albornoz”. Resulta evidente, en todas y todos los que se colocan de este lado de la barricada, de los que pretenden –de los que pretendemos– hacer de este mundo un lugar deseado de ser habitado, que la memoria es fundamental para los procesos colectivos y, también, para los individuos. Ahora, no parece ser tan evidente cuando se trata del olvido. De hecho, es como que queda condenado de antemano. Los HIJOS, por ejemplo, llevan una condena explícita en su nombre. Hijos por la Identidad y la Justicia, sí, pero también Contra el Olvido y el Silencio. Y no es para menos, si tenemos en cuenta la amnesia propuesta por los conjuradores de los cambios, los apologistas del asesinato y los obturadores de los deseos y anhelos de transformación social. Está claro que la producción de una memoria colectiva contra el refugio personal es una parte indispensable de las batallas libradas y por librar. Pero el olvido también es fundamental. Olvido que suja de un proceso de resimbolización de los hechos traumáticos que hemos vivido como clase, como pueblo, por supuesto, muy diferente de ese olvido que es producto de un ocultamiento de lo que ha pasado.
También a nivel personal cierto olvido se torna fundamental para poder vivir. Pensemos, sino, en Funes, el personaje memorioso del cuento de Borges, que no puede vivir porque no puede olvidar nada, pero nada, de lo que ve, de lo que vive…
Si la memoria colectiva es un campo de batalla, entonces, no hay por qué pensar que a nivel de cada quien no será un proceso similar. Algo de esto me queda claro cuando veo la expresión de Pocho al relatar lo que ha vivido. Más bien, habría que decir, cuando re-vive aquello por lo que ha pasado años, décadas atrás. Parece como que su propio cuerpo se ha transformado, al menos por un instante, en un campo de batalla. No pude olvidar jamás esa expresión en su rostro y su camisa empapada de sudor.
Pocho intenta situarme en cómo era su militancia en zona sur, por aquellos días de 1977. Me cuenta, a modo de ejemplo, dos situaciones que vivieron entonces.
Una: Salíamos siempre después de las 6 de las tarde. El asalto de un coche significaba casi seguro un enfrentamiento militar. De todos modos, el miedo estaba más del lado de ellos que del nuestro. Será por el grado de locura que teníamos, no sé.... Por ejemplo, un día, haciendo un coche en el Dorado, salimos a la Avenida Calchaquí medio derrapando, y encima, nos para el semáforo. En una de esas vemos aparecer, atrás nuestro, un patrullero. Eran dos canas. Los tipos, en vez de seguir, se quedan al lado, mirando. Duritos quedaron los canas, mirando para adelante, todo el tiempo que duró el semáforo en rojo. Ni bien pasa a amarillo, salen, se tiran para la derecha y se van. No querían Lola los tipos. No querían saber nada.
 Dos. Después de la caída del Tata [Sapag], estábamos en emergencia, no teníamos donde vivir, no teníamos guita y entonces hacemos una operación. Alguien nos pasa una información de una distribuidora de vinos que tenía mucha guita. Entonces voy y hago esa operación con tres milicianos que eran de Quilmes. Voy con el coche, los junto, les digo ahí, en el momento, cuál era la operación. Me acuerdo que era mediodía y había que esperar que se vayan los camiones. Después salía un tipo de la empresa con la plata y hacia el depósito. El tipo finalmente sale. La operación la hacemos, sale todo bien. Cuando nos estamos por ir, yo saco la plata, que estaba envuelta en papel de diario y uno de estos pibes –que evidentemente habíamos sacado, incorporado de alguna banda de chorritos– le empieza a refregar el fierro por la cara al tipo. Lo cago a gritos, porque pensé que lo mataba. Nos vamos, finalmente. Ahí yo tenía que llevarlos para el otro lado, pero cuando pasamos Solano, uno de estos pibes dice: “Vamos a un lugar a repartir…”. Le digo que no, que la plata no se reparte. Imaginate, se genera toda una situación. Entonces los hago bajar del auto, mal. Meto la plata dentro de un bolso, les pido los fierros, pero no los querían dejar, obvio. Por suerte los puedo reducir, dejan los fierros, me subo al coche y me voy. Te cuento esto, Marianito, para que te des una idea de cuál era nuestra fuerza. Era plata como para comprar una casa, no la podíamos repartir así, para que cada uno se llevara una tajada. De hecho, esa guita significo mucho en ese momento: fue un gran oxígeno para nosotros.
En ese momento, aclara Pocho, la mitad de las operaciones que realizaban eran militares, porque las situaciones a las que se veían expuestos permanentemente les imponían ese tipo de funcionamiento.
Evidentemente –continúa– nosotros teníamos un nivel que estábamos pasados de vueltas. Había una cuestión de inconciencia, de estar jugados y seguir. Uno tenía una seguridad absoluta, pero pienso ahora que tenía que ver con algún nivel de pire
Está claro que Pocho, como tantos otros, es de los que ven la necesidad de realizar una autocrítica, pero que no implique, necesariamente, invalidar las apuestas de las que participaron. Pone, en ese sentido, un ejemplo sobre la relación militante que se daba entre los hombres y las mujeres. Se acuerda de Taco, ese viejo compañero que venía de las FAP. Me dice que no se acuerda ni su nombre de pila ni cuando pierde. Pero pierde, eso sí.
Pocho me cuenta que la compañera de Taco era más grande de edad que todos ellos, pero era petisita. Y Taco era un cuadro muy militar, y muy machista. Recuerda que había una cosa, histórica, de que a las compañeras no se las hacía participar militarmente para no exponerlas. Y también que por ese tema siempre había reclamos de las compañeras, por todo ese machismo. Recuerdo que una vez tengo que hacer un coche, y voy con la compañera de Taco manejando. Teníamos que encerrar un coche, hacer bajar al tipo y ahí yo me iba con el auto. Nunca los alcanzaba a los coches, porque le costaban los cambios. Hicimos el auto al final, pero a las compañeras le costaba, por falta de práctica nomás


lunes, 2 de mayo de 2011

Decimosexta entrega: Pocho

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL

II- 77: Peronismo Montonero

Decimosexta entrega: Pocho

Cuando fui a entrevistar a Pocho, hace ya seis años, hacía unos seis o siete que no lo veía. Hacía tiempo, además, que no sabía nada de él. Sí me enteré, por aquellos días calientes y apasionantes de fines de 2001, que el 20 de diciembre habíamos estado cerca, muy cerca, resistiendo ambos, junto con miles de chicas y muchachos, los embates de las fuerzas represivas que cumplían con el mandato presidencial de Fernando De La Rúa de desalojar la Plaza de Mayo, puesto que reinaba el Estado de Sitio en todo el territorio nacional. Pero no recuerdo haberlo visto y él no recuerda tampoco haberme visto a mí. En fin, al encontrarlo, me sorprendo de verlo igual que cuando lo conocí, allá por el año 96 o 97, cuando él, junto a otros “veteranos”, nos contaban sus experiencias de militancia en los 70 a los más jóvenes, que escuchábamos atentamente sus palabras, con una mezcla de admiración y sorpresa.
Salvo por el lugar y la ropa que lleva, acorde con su nuevo trabajo, está casi igual a como lo recordaba. Siempre con su bigote mostacho, su frente amplia y sus ojos saltones, saludando afectuosamente y con un entusiasmo que expresa en su capacidad de oratoria. Me pide, eso sí, que no aparezca ni su nombre ni referencias hagan evidente que Pocho es él. Si bien ha sido una figura pública de la Tendencia Revolucionaria, de la Juventud Peronista, creo que nunca contó públicamente su paso por la zona sur durante los años de la dictadura. Tampoco su breve estadía en Mendoza.
Por eso hace un rato, mientras lavaba algunos platos que quedaron de la cena de anoche, y luego de haber releído una vez más la desgrabación de la entrevista, me preguntaba cómo hacer para ser fiel a ese “pacto ético” que se estable, sin papeles ni nada, sino así, puramente de palabra, entre entrevistador y entrevistado. Me pregunto ahora cómo hacer para aportar los elementos de importancia que llevan a una mejor comprensión de la historia (de esta historia, al menos) pero que fueron, sin embargo, contados luego de una tajante frase: “apagá el grabador” o de otra más suave, pero con sentido similar: “esto, por favor, no lo pongas”. En fin, ya veremos, tanto en esta entrega como en otras siguientes, como narrar de la mejor manera posible aquello que, necesariamente, tendrá que ser contado a medias.
Según me contó Ramón (que es quien además hizo el contacto para la entrevista) Pocho llega a la zona en 1979. Tengo un punteo en mi libreta, algunas preguntas, pero como para romper el hielo comienzo preguntando algo que sé, o más bien, creía saber. Por eso me sorprendo al escucharlo responder: A fines del 76, cuando le pregunto cuándo había llegado a la zona. Ya tenía destino en sur desde hacía un tiempo, pero había quedado desenganchado. Me cuenta entonces que en Buenos Aires se encuentra con el Nariz, un compañero que era de La Plata y estaba en zona sur.
La historia de El Nariz (Horacio Maggio) es narrada por Miguel Bonasso en su clásico libro Recuerdo de la muerte. Fugado de la ESMA, desde afuera llamaba a los teléfonos del Centro Clandestino de Detención para putear a los milicos. Los volvía locos. Hizo todas las denuncias posibles sobre la situación de los detenidos clandestinamente por la dictadura. Posteriormente, según algunas versiones, fue acorralado por una patota en una obra en construcción y se defendió a ladrillazos hasta que lo mataron.
Es “Nariz con pelo” quien le dice a Pocho que vaya directamente a su destino, porque hacía poco tiempo atrás (en octubre de 1976, como se podrá leer más detenidamente en alguna próxima entrega de este Folletín digital), se había producido la caída trágica denominada “las citas nacionales”, y entonces, aprovechando que Pocho tenía militando en la zona tanto a su cuñada como a su cuñado, Nariz le insiste que, para evitar que su cita pase por la Conducción Nacional, se vaya directo a sur, disminuyendo así los riesgos de una eventual filtración de la información, y una probable futura caída en manos del enemigo.
Así, a través de sus cuñados, Pocho logra “engancharse” en la zona, y queda en un encuentro con el flaco Palito. Empezamos mal en sur –relata Pocho–. Voy a una cita con él, que ya tenía preestablecida. Era una cita en la calle Acha, que era de tierra, según recuerdo. Y cuando estábamos caminando por esa calle, vemos venir un coche en sentido contrario. Entonces Palito me dice: “Ese es mi jefe”. Era su responsable, que evidentemente estaba chupado. El compañero nos mira, desde adentro del auto, pero no nos canta.
Mientras habla, Pocho empieza a traspirar. Como no me siento con calor lo miro a Claudio, un periodista amigo que me acompaña en algunas de las entrevistas. Él tampoco parece tener calor. Pocho se seca la frente con un pañuelo y sigue:
Fue una situación de emergencia que se da… Así empiezo en sur. A los quince días, eso sí, logramos tener una reunión con el jefe de la columna, que era entonces el Tata Sapag. Ya en ese momento lo único que quedaba en zona sur era la estructura militar y un poco de prensa. Había dos pelotones que estaban en Sur II, y dos o tres pelotones en Sur I. En Sur II estaba a cargo Taco, un compañero al que apodaban así porque venía de las FAP [Fuerzas Armadas Peronistas] Y había estado en Taco Ralo [Campamento de guerrilla rural instalado por las FAP en la provincia de Tucumán. Todos sus integrantes fueron detenidos en 1968, al poco tiempo de instalado el foco]. Un viejo compañero de la Orga.
   Pocho cuenta que entonces la línea operacional que habían adoptado tenía que ver, por un lado, con el fortalecimiento del laburo sindical y territorial, y por el otro,  golpear a las fuerzas represivas.
En los barrios laburábamos con el mismo criterio que en las fábricas: les hacíamos llegar material a los referentes políticos y, por otro lado, el trabajo más de prensa, que lo hacia la estructura militar, porque en esa época repartir volantes significaba una operación militar. Mantuvimos mucho el laburo político en Florencio Varela, y en Quilmes, especialmente en La Cañada. Las operaciones político-militares tenían que ver siempre con las fábricas. Hubo operaciones en la papelera, porque estaban entregando compañeros. Y en Peugeot. Lo que se hacía en ese momento eran operaciones de propaganda, ir a las puertas de las fabricas a repartir volantes, era propaganda armada, porque iban un par de pelotones con fierros, se iba de madrugada. Una cosa muy elemental que tenía que ver con la necesidad de manifestar que había resistencia armada y que esa resistencia tenía que ver con los intereses de los trabajadores