MONTONEROS SILVESTRES
PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL
Por: Mariano Pacheco
Segunda entrega: Beto
Una semana antes del 17 de octubre los Montoneros silvestres de la zona sur del conurbano bonaerense lanzan una campaña de agitación y propaganda con la consigna: “Este 17 Montoneros vence”. Pintadas, volanteadas, carteles, todo lo que encuentran a su alcance, bastante limitado en el momento. Debido a su marcada presencia, el ejército había ido a instalarse en la zona por aquellos días.
“Berazategui: un extremista fue abatido en un tiroteo”. Así titula en tapa una de sus notas el diario El Sol de Quilmes, el viernes 28 de octubre de 1977. “Ayer fue abatido en Berazategui un extremista identificado como Enrique Horacio Sapag. El hecho ocurrió cuando efectivos militares sorprendieron –según informó el Comando Zona I del Ejército- a dos hombres incendiando un automóvil en las vías del ferrocarril Roca, en el partido de Berazategui. Se inició entonces un tiroteo en el que fue muerto el nombrado, mientras que el otro logró darse a la fuga. En el comunicado dado a conocer por el Comando se indicó que Sapag era integrante de la banda Montoneros. Se agregó, además, que su cadáver lo recibieron sus padres”.
Lo que no saben en el diario, ni las fuerzas represivas, es que quien se ha escapado es Víctor Hugo Díaz, el mismo que meses atrás logró fugarse de un campo clandestino de detención, sin darles el gusto de denunciar a sus compañeros.
Beto me cuenta lo que pasó aquella tarde, veintiséis años atrás.
Tras la muerte de Horacio, Beto se dirige a la casa de una compañera en Florencio Varela. Ella le plantea que no sabe realmente si tiene o no una “boleta” (una muerte) encima y entonces, a modo de precaución, deciden irse (“levantarse”, decían en la época”). En el camino se cruzan con una patrulla policial que comienza a dispararles. Es la segunda balacera a la que se ve expuesto Beto en pocas horas. Nuevamente logra salvar su vida, aunque herido de gravedad. La compañera, en cambio, es herida de muerte por las balas de la represión. María Cristina Barbeito estudiaba psicología en Humanidades de La Plata. Tenía unos 23 años y venía de La Pampa. Su compañero ya integraba la larga lista de desaparecidos.
“La compañera alcanza a dejar a su nene en el piso. Así, logra salvar su vida –relata Beto–. Luego, por el cuñado de esta compañera, nos enteramos que Pedrito fue recuperado por la familia. También que Paz era el apellido del “cana” que disparó. Un tipo morocho, fortachón. Un tipo imparable con la ametralladora”.
El coche en el que se dirigían quedó destruido, producto de las ráfagas de fusil FAL, de ametralladora y de escopeta que recibe. ¿Cómo te salvaste?, pregunto. Beto me cuanta que los tipos no dejaban de avanzar, se desplegaban abriéndose en abanico. “Pero yo me sigo defendiendo, los repelo con mi 9 milímetros”. Es ahí, recién, cuando puede salir del auto. Pero la compañera ya estaba muerta. “Salgo y empiezo a correr. Ellos me persiguen”. En un momento, cuando cree que lo están por agarrar, cuando ya no tiene fuerzas y escucha que le gritan “alto”, ve que hay un milico que está apuntándole de rodillas con un FAL. “Me quedaba el ultimo tiro, así que disparo y comienzo a correr”.
Beto conserva el mismo bigote de entonces. Cuando habla parece estar mirando una pantalla de cine o T.V en la cual sale él mismo viviendo lo que me está contando.
“Yo esperaba que me remataran ahí mismo, mientras me escapaba. Pero evidentemente los tipos tuvieron miedo o algo, porque se metieron en la camioneta para perseguirme todos juntos. Yo corrí y corrí, hasta que los perdí”. Así, todo ensangrentado, se va caminando al centro de Varela. En un momento no da más. Ya no tiene fuerzas. “Golpeo una puerta y me atiende una señora con un nenito. Le digo que no se asustara, le cuento lo que me pasó y que necesitaba ayuda. La mujer salió corriendo. A mí sólo me quedaba la pastilla de cianuro. Pero llega el marido en un Fiat 600 y me dice que me lleva a donde yo quiera. Y fui, adelante. Ya no podía manejar, ni caminar. Le pedí una frazada, estaba desangrándome”.
Para mis adentros, me digo la típica frase: “este tipo tiene más vidas que un gato”. No termino de pronunciar la frase (obviamente siempre para mis adentros), cuando me dice que eso no es todo, que ese día interminable aún no ha finalizado.
Iban en el auto y en la rotonda de Mosconi ven que estaba todo el ejército. “No tengo escapatoria”, pensó. Claro, los militares habían supuesto (acertadamente), que de escaparse lo haría por ahí. Pero al ver pasar el auto, despacito, no sospechan nada y no lo paran.
“Le pedí que me llevaran a Ezpeleta, a la casa de mi hermana. Ahí estuve dos días. Mis hermanos, desesperados, van en busca de médicos, pero no los consiguen. Entonces mandan a buscar a un estudiante de La Plata, que estaba haciendo su residencia en una sala de Villa España”. Pienso de inmediato en que el pibe es detenido, quien sabe, tal vez torturado, asesinado… Pero no. Me cuenta que cuando pasan delante del control que el ejército había apostado frente a la fábrica Ducilo, los detiene, sí, pero no pasa nada. Cuando los milicos lo ven, dicen: “hay un Montonero herido en la zona, ¿a donde van con este médico?”. Y el muchacho les hace el verso de que tenía a una abuela enferma, en Quilmes. Por supuesto, el milico no los dejaba ir. Hasta que un soldado dice: “señora, yo no sé hoy que va a pasar”. Finalmente los dejan ir. La hermana de Beto ve que los siguen y entonces se meten por calles internas. “Los tipos –continúa relatando Beto– se vuelven locos y cuando llegan a la casa de mi abuela terminan metiendo a todos en cana”.
Al día siguiente, herido como estaba, cuando Beto ve que no llegaban ni el médico ni sus familiares, pide que lo saquen de ahí. Envuelto en una frazada, sube a un taxi y recién ahí, tres días más tarde, puede tomar contacto con sus compañeros, que lo pasan a buscar.
Pienso que en la época no había internet, ni celulares, ni ninguno de los medios de comunicación con los que contamos en la actualidad. Entonces me cuenta que el mecanismo que utilizaban era el de dejar un mensaje telefónico. Como en ese momento no había muchos teléfonos, la gente alquilaba su servicio. “Vos llamabas y dejabas mensajes. Y así, en clave, nos comunicábamos. Por supuesto, la cana también lo hacía, para ver si estábamos operando en la zona”. Evidentemente, ese teléfono no estaba controlado, porque si no hubiesen ido tras ellos, o lo hubieran cortado para evitar la comunicación. “Mi hermano, que no entendía nada de cómo ir a una cita, va y por la descripción se encuentra con el compañero”.
Eran las 21.30 horas del martes. Tras la operación, Beto pasa toda la noche con fiebre. Ya no se podía mover de la cama, darse vuelta, nada. Mientras tanto, el ejército realizaba “rastrillajes” por toda la zona. Como no había conseguido anestesia tuvieron que operarlo con silocaína. Carlos Cari, El Flaco Juan (que estaba terminando la carrera de medicina en La Plata y era además miembro de la estructura de sanidad de la organización), junto con su mujer, Nora La Rubia, le salvan la vida. Ambos desaparecen en agosto de 1980.
Treintaicuatro años después Beto sigue con vida. Adentro, aún lleva el recuerdo de María Cristina, de Horacio, de Carlos y de Nora. También lleva adentro esa bala de FAL que nunca se pudo sacar.
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